CUENTO
Ella dio un sorbo a su café y luego alzó la mirada. En su mente confluían solamente dos cosas: UNA, la conciencia de saberse sola y viuda; DOS, ver que el camino de su vida ya se había terminado por completo.
La señora llevaba más de una hora sentada en esa mesa junto a la ventana, lugar desde el cual podía ver el ir y venir de las personas. Precisamente esta era la razón por la que ella gustaba sentarse en esta mesa y no en otra de las tantas que había en este lugar. Porque desde aquí podía observar los rostros sonrientes.
En su interior sentía envidia cada vez que veía pasar a alguien, pero más que nada a las personas jóvenes, desbordando alegría en sus semblantes, viviendo la vida como ella no podía.
“Nadie puede ver lo mucho que estoy privada de mi libertad”, pensaba ella, mientras trataba de no perder la poca calma que tenía.
Su estado de salud había empeorado en las dos últimas semanas, así que ya estaba harta de tener que lidiar con esa situación todos los días. Porque bien que sabía de que no tenía y que no había escapatoria para todo aquello que le sucedía. Por lo tanto no le quedaba más remedio que seguir aguantando los embates de su dolor interior.
Después de media hora ella decidió que ya no podía aguantar más, así que se tomaría otra pastilla, aunque todavía faltasen seis horas para hacerlo.
Sus malestares se habían acrecentado, así que había empezado a estar nerviosa otra vez. Su dolor era tan fuerte que ni siquiera se atrevía a moverse. Ya tampoco sabía llorar, cuando veía lo difícil que era sobrevivir así.
Ella llevaba de esta manera cinco años, cinco años desde que empezó con su tratamiento, cinco años que en realidad parecían ser cinco siglos. Durante todo este tiempo había sucedido tanto que la gran mayoría de las cosas ya las había olvidado. Y no sabía si esto era lo mejor, porque a pesar de todo ella no quería olvidar el rostro de todas las personas a las que había tenido que recurrir cuando la desesperación causada por sus dolores la habían empezado a desquiciar.
“¡No!, ella pensó-. Antes que yo muera quiero hacerles pagar por su incomprensión…”
La señora viuda siguió inmóvil hasta que este pensamiento le inyectó a su alma un poquito de fortaleza y convicción, entonces finalmente decidió moverse y buscar dentro de su bolso el frasco con las pastillas. Al mover el brazo un dolor punzante le recorrió todo el brazo y parte de sus hombros.
Pero nunca más lo volvería a permitir que esto le sucediese, nunca más dejaría de medicarse para así dejar que el dolor creciese para luego entonces dejarla completamente inmovilizada. Porque ahora nuevamente había encontrado un motivo por el cual seguir luchando y batallando, a pesar de lo absurdo que resultaba ser todo. Porque sabía que su muerte era algo inminente, pero, como ese mismo día se prometió, antes de que el dolor terminase por matarla a ella, primero mataría a todos los que le habían dado la espalda.
Entonces, con la pastilla ya mitigándole un poco su dolor, ella se convenció de que su vida finalmente volvía a tener un poco de sentido, y también… un poco más de camino.
FIN.
ANTHONY SMART
Abril/08/2017