Raúl Hernández Viveros
El suicidio asistido de Jean-Luc Godard (París, 3 de diciembre de 1930 – Rolle, Suiza, 13 de septiembre de 2022) despertó en mí una cadena de recuerdos que aún resplandecen con la luz tenue de los viejos proyectores. Volvieron a mi memoria los ciclos de cine que organizaba nuestro entrañable amigo y compañero de andanzas, Lorenzo Arduengo Pineda (Xalapa, Ver., 1946–2008), aquel hombre cuya vida parecía estar filmada con la delicadeza y la rebeldía del celuloide.
Formado en la Escuela Superior de Teatro, Cine y Televisión de Łódź, Polonia, Lorenzo fue director de la Escuela para Estudiantes Extranjeros de la Universidad Veracruzana.
Traductor de sueños y visiones, vertió al español el guion de El ángel azul y, junto con Mario Muñoz, la novela Madre Juana de los Ángeles y el diálogo infernal de Maquiavelo y Montesquieu de Maurice Joly. Su palabra, siempre lúcida, iluminaba revistas y suplementos literarios. Desde el Cine-Club de la Universidad Veracruzana —fundado por Clementina de la Huerta— convocaba a multitudes sedientas de imágenes.
Gracias a él, las semanas dedicadas a la cinematografía francesa fueron una auténtica epifanía. Admirar las películas de Godard —ese alquimista del movimiento, vanguardista y clásico a un tiempo— era asistir a una revelación. Era también la era del existencialismo, que cruzó mares y montañas hasta llegar a México, envuelto en las páginas de El mito de Sísifo de Albert Camus, donde se enuncia aquella sentencia desgarradora: “El único problema filosófico serio es el suicidio.”
En los sesenta, bajo la neblina xalapeña, se proyectaban en el centro de la ciudad Masculino femenino y Week-end. Las presentaciones de Lorenzo eran pequeñas ceremonias del pensamiento: un homenaje al último representante de la nouvelle vague, ese oleaje de la imaginación que transformó el cine y la vida.
Años después, su viaje a Cuba cristalizó en el volumen Los mejores años de mi vida. En él reunió a críticos, ensayistas y realizadores que celebraban el primer siglo del cine en Camagüey. Allí desfilaban nombres como Buñuel, Welles, Visconti, Gutiérrez Alea y el “Indio” Fernández, entre luces y sombras del celuloide.
Lorenzo no sólo era un hombre de cine: era un lector ávido, atento a cada novedad literaria, un puente entre la cámara y la palabra. En ese intercambio de afinidades, me obsequió un ejemplar de Rayuela de Julio Cortázar, con una dedicatoria que aún me conmueve:
“A Raúl, mi primo por elección y oficio literario, modelo más fuerte en lengua española (hasta antes de tu primer libro).” — 31 de marzo de 1967
Yo le había mostrado días antes mis primeros relatos. Desde entonces, nuestra amistad se volvió un pacto secreto, una forma de resistencia ante la fugacidad del mundo. Nos reuníamos en su casa del centro histórico, o en la hermosa construcción colonial diseñada por su padre. Alrededor de una mesa de cedro, las charlas se extendían hasta que el amanecer abría sus párpados.
Admiré siempre su talento, su ironía luminosa y su mirada crítica sobre actores y películas. Enamorado de Marlene Dietrich —esa diosa entre luces de terciopelo negro—, tradujo El ángel azul y la evocaba como si aún cantara Lili Marleen tras el humo de un cabaret inexistente. Era capaz de imitarla con una mezcla de devoción y teatralidad, recreando en el aire las sombras y destellos de una escena perdida.
Cada vez que entraba en un restaurante, el pianista lo recibía con los acordes de María Bonita, de Agustín Lara. Mantenía una larga amistad con la actriz mexicana, y fue él quien organizó el homenaje a María Rojo en el Estadio Xalapeño, donde bailó con ella un danzón frente a más de veinte mil espectadores. Aún recuerdo su sonrisa al decirme que en ese mismo sitio había danzado de niño.
Orgulloso de su paso por el Festival Internacional de Cine de Berlín de 1977, me narró, con esa mezcla de ironía y asombro que le era natural, el momento en que el Oso de Oro fue otorgado a El ascenso, de Larisa Shepitko. Pero su relato más querido era el del encuentro con Marlene Dietrich, a quien entregó un ejemplar en castellano de El ángel azul.
Yo lo escuchaba como si aquel instante perteneciera a otra dimensión, un fragmento suspendido entre la memoria y la eternidad. Porque mi añorado amigo Lorenzo no sólo vivió el cine: fue cine, un plano luminoso que aún proyecta su resplandor sobre nuestras vidas.