CUENTO
-¡Ya no quiero ir! -había gritado el niño. Parado frente a su hermana no había podido contener más tiempo toda su ira. Porque le dolía mucho lo que le decían, y ella ya no podía ser una vez más su motivo para ser fuerte.
-Pero ¿por qué? –le preguntó su hermana.
-No…, no te lo puedo decir -contestó el niño con voz trémula-. Tú…, no lo entenderías.
-Lo que sea que sea, ¡te ruego que me lo digas! –le pidió ella al tomarle su mano. Pero el niño permaneció callado y con su vista clavada en el suelo. Sus ojos húmedos denotaban que quería llorar, pero él seguía resistiéndose.
-¡Dímelo! -volvió a pedirle su hermana, haciendo todo lo posible por transmitirle confianza. Y entonces el niño, de manera rápida, empezó a confesar:
-¡Se burlan de mí! ¡Dicen que soy pobre y… -Su voz era lastimera- y que mis ropas son feas y viejas! ¡Ya no quiero ir!
-Oh, ¡cuánto lo siento! -se apresuró a responderle su hermana-. Todo es por mi culpa. ¡Lo siento mucho! ¡Perdóname!
-¡No digas eso! -replicó el niño, con mucho ímpetu-. ¡Tú no tienes la culpa!
-¡Es la verdad! -sentenció la joven-. Nada de esto estaría pasando si ese día yo no…
-¡Ya no te recrimines por lo sucedido! -la interrumpió el niño, y se abrazó a ella.
-Oh, perdóname -volvió a decir la joven, mientras le acariciaba la espalda a su hermanito.
Hacía más de cinco años que la joven había quedado paralitica. Ella y su hermanito se encontraban jugando a las carreras en la calle, cuando un camión la atropelló. Y desde que esto sucedió la joven vio arruinado su futuro. Jamás podría hacer su sueño realidad: jamás sería una gimnasta olímpica.
En el primer año de estar en silla de ruedas se molestó mucho consigo misma y con la vida. Todo la ponía de mal humor. Tener que depender de su mamá hasta para vestirse, la hacía frustrarse mucho, tanto así que ella siempre terminaba tirando los pocos objetos que había en su cuarto.
-¡Me he convertido en una inútil! -decía todo el tiempo-. Soy una carga para mi madre… ¡Ya no quiero seguir viviendo!
La joven tenía quince años cuando se accidentó. Ahora ya tenía veinte. Y después de un año y medio de estar molesta por estar en silla de ruedas, encontró un nuevo sentido a su vida el día en el que descubrió un nuevo pasatiempo, que luego se convertiría en algo más que esto.
Todo había sucedido una mañana en la que ella, después de aventar sus antiguas libretas por estar muy enojada, las había ido a recoger pasada su ira. Luego de agarrarlas y colocarlas en su regazo, ella las había contemplado por un buen rato… Y así es como se le había ocurrido la grandiosa idea de empezar a crear sus diseños propios. En los días que sucedieron a aquella mañana, la joven se la pasó ocupada todo el tiempo en su nueva labor.
Teniendo ya terminadas sus primeras diez libretas con sus diseños originales, le preguntó a su hermanito que si quería ir a venderlas, y el niño dijo que sí. El lugar en el que vivían era un pueblo pequeño, que solamente tenía una escuela secundaria. Y para acá se dirigió el niño en su primer día de vendedor de libretas. De ese entonces para el presente habían pasado cuatro años.
Ahora era diciembre, y en unos días más sería Navidad. La joven estaba un poco preocupada, y también desesperada. Porque su hermano ya le había dicho que ya no quería volver a esa escuela a llevar sus libretas para vendérselas a los alumnos.
Ese día, cuando se hizo de noche y la joven se acostó, no pudo dormir. Su mente no había hecho más que repetirle las mismas cosas, una y otra vez: “¿Cómo le harás…?” “¿Y si no logras vender la cantidad que necesitas…?” “¿En dónde conseguirás dinero para…?”
La joven lo había planeado todo desde el primer día de diciembre, pero ella nunca se imaginó de que justo esta vez su hermanito le saldría con una negativa: “¡Ya no quiero ir…!” Luego de permanecer un rato más dándole vueltas a su cabeza, justo cuando el sueño empezaba a vencerla, ella lo resolvió todo. “Solo espero que no surja ningún impedimento”, pensó, y se durmió.
A la mañana siguiente cuando se despertó estaba llena de entusiasmo. Porque enseguida recordó que a sus libretas les faltaba poco para ya estar listas. La joven entonces se puso de pie, desayunó y luego se sentó en su mesa de trabajo. Se la pasó trabajando toda la mañana, sin detenerse nunca; bueno sí, solo para tomar aire. Por lo tanto, cuando dieron las doce ya había terminado por completo de pintar y darle sus últimos retoques a todas sus libretas.
-¡Listo! -exclamó al contemplar satisfecha todo su trabajo. Luego se apartó de la mesa y llamó a su hermanito para que la ayudase a escorarlas debajo de su silla.
-¡Qué bonitas te quedaron! -observó el niño-. ¡Todos los diseños los has hecho de Navidad!
-Así es –dijo la muchacha suspirando, y luego le preguntó al niño-: ¿Crees que las compren? -Pero su hermanito no respondió nada, sino que solamente movió los hombros como diciendo “¿quién sabe? La joven entonces trató de no sentirse preocupada, y se fue a bañar; pero antes le había pedido al niño que le preparase algo para comer en el camino.
Cuando ella estuvo lista se despidió del niño y fue hacia su destino. Durante el tiempo que duró el trayecto, la joven no hizo más que tratar de ser lo más optimista posible. Esta sería la primera vez que estaría en el lugar en el que por cuatro años su hermanito había venido a vender las libretas que sus manos diseñaban.
“¿Y si no vendo ninguna?”, pensaba entre pura duda. Al parecer el pesimismo le había ganado el lugar a todo su optimismo. “¿Y si no me dejan pasar…?” “¿Qué voy a hacer…?”
Los pensamientos negativos siguieron rondando la cabeza de la joven, hasta que se dio cuenta de que ya había llegado a la puerta de la escuela. La puerta era grande y ancha, y estaba cubierta de lámina. Entonces ella acercó su silla y la empujó para abrir la reja. Por suerte que no tuvo que repetir el esfuerzo una segunda vez, porque la puerta se había abierto en el primer intento. Entró.
-¿Ahora qué hago? -se preguntó al no saber adónde ir. Miraba todo su alrededor cuando entonces vio a una persona adulta. “Ha de ser una profesora”, pensó, y se dirigió hacia ella. Cuando la joven alcanzó a la persona le preguntó que si había algún problema en pasar a vender sus libretas. La mujer le contestó que no, que podía pasar. La joven entonces le dijo gracias y le dio la vuelta a su silla para ir a los salones.
Su hermanito le había dicho que unos jóvenes se burlaban de él, pero lo que no le dijo es de qué grado o grupo eran. La escuela estaba conformada por tres grados y tenía muchas aulas. La joven, guiándose por su sentido, decidió empezar por los salones que tenía más cerca.
-Buenas tardes -empezó a presentarse-. Mi nombre es Martina… -Un muchacho amable la había ayudado a subir al estrado de aquel salón. “Buenas tardes…”. Salón por salón ella fue repitiendo las mismas palabras.
Pasada una hora la joven ya había vendido la mitad de las treinta libretas que había traído. Por suerte que no había tenido mucho problema para moverse, ya que la escuela era completamente plana. Pero todavía le faltaba vender quince libretas más. Los salones de primero y segundo ya los había visitado. Ahora solamente le faltaba pasar a los terceros.
“Buenas tardes”, saludó la joven a los alumnos de tercer grado, y siguió hablando… Nuevamente alguien muy amable la había ayudado con su silla. La joven sonreía mientras explicaba el motivo de su visita… Luego de pasar unos minutos hablando ella conoció a los jóvenes que se burlaban de su hermanito. Eran cuatro en total: dos muchachas y dos muchachos. La joven paralitica supo que eran ellos, porque eran los únicos que tenían sus cabezas agachadas; no se habían atrevido a mirarla para nada.
“Hago estas libretas que luego vendo…”, había explicado la joven mientras sostenía en alto una libreta con un árbol de navidad dibujado en la cubierta. También dijo que su hermano menor era quien siempre había venido a esta escuela a vender por ella, pero que ahora él se había negado a venir una vez más porque ya no soportaba las burlas que unos jóvenes le decían.
-¡Son ellos, son ellos! -empezaron a decir y a repetir varias voces, sin dejar de apuntar a los cuatro jóvenes. Unos incluso se habían puesto de pie para hacer más visible su acusación inocente. Nadie de los compañeros de los acusados se dio cuenta de que para lo que ellos parecía ser una broma más, para los acusados representaba el ridículo más grande y humillante de sus vidas escolares. La joven no había dicho nada al comprobar que no estaba equivocada. Y aunque por dentro sentía querer llorar por su hermanito, no lo hizo. Porque necesitaba demostrarles a esos jóvenes de que nunca hay que juzgar a nadie por cómo lucen o por cómo visten.
-En efecto -empezó a decir la joven, cuando el salón guardó silencio-, somos muy pobres. Quedé recluida a esta silla de ruedas gracias a un accidente que tuve a la edad de quince años. -Todos los alumnos la miraban con mucha admiración-. Diseño estas libretas que luego vendo. Hago esto para ayudar a mi madre que se la pasa todo el día trabajando como lavandera en casas ajenas. Mi hermano y yo somos muy pobres, sí, ¡es cierto!, pero hoy estoy aquí, no para pedirles caridad o sus lastimas, ¡porque no las necesito! Hoy estoy aquí porque mi hermano no ha querido venir más, y creo que está en todo su derecho de no quererlo hacer más. Porque ya bastante fuerte ha sido al soportar por mucho tiempo el secreto que hasta ayer me tenía ocultado. Sí –volvió a repetir muy enfáticamente la joven-, ¡somos muy pobres! Y tal vez mis ropas sean igual que los de mi hermano, feas y viejas, pero ¿saben una cosa? ¡No me avergüenzo de ello! Porque es muy fácil juzgar y criticar, pero yo nunca lo haré… Así que, para terminar, solamente quiero preguntarles si a alguien de ustedes le gustaría comprar una de mis libretas…
La joven no tuvo que decir más. Después de su discurso tan lleno de valentía y orgullo, todo el salón se levantó para llegar hasta ella y decirle: “Dame uno a mí, A mí, por favor… Una para mí…” Todos se peleaban por sus libretas. Luego de pasado unos segundos ya no le quedaba ninguna. Todos en ese salón de clases habían quedado conmovidos por la fuerza que ella irradiaba, a pesar de su situación. Su entereza ante su adversidad era tan grande, que todos la empezaron a aplaudir cuando ella les dio las gracias por apoyarla comprando sus libretas.
Y este día fue uno de los más felices en la vida de la joven paralitica. Porque había logrado lo que se había propuesto. Su mamá y su hermanito sí iban a poder tener UNA CENA PARA NOCHEBUENA.
FIN
ANTHONY SMART
Diciembre/15/2017