Javier Peñalosa Castro
A poco más de dos años y medio de que termine el nefasto desgobierno de Enrique Peña Nieto y su camarilla, el hartazgo de la gente empieza a manifestarse de muy diversas maneras: desde los comentarios negativos en todo mentidero, corrillo y centro de reunión hasta incipientes manifestaciones de variopinta concurrencia, animadas por cacerolazos, que exigen la renuncia de la caterva de ineptos que dizque nos gobierna.
Un grupo formado por algunos miles de ciudadanos de diversa procedencia, unidos por la inconformidad con el régimen peñista, se manifestaron el jueves 15 de septiembre y marcharon desde la columna de la Independencia con la intención de llegar al Zócalo (se les impidió que siguieran avanzando al llegar frente al Palacio de Bellas Artes) para exigir la renuncia de Peña Nieto.
Las verdaderas prioridades
Prácticamente no hay día en que esta siniestra camarilla de subnormales no dé motivo para pensar que cualquiera otra opción sería preferible a la que padecemos estoicamente los mexicanos.
Desde las renuncias de funcionarios cuestionados con que se finge atender el reclamo de la sociedad para después reciclarlos en posiciones cercanas a la Presidencia hasta el recorte descarado de rubros presupuestales que deberían tener la más alta prioridad, como la salud, la educación, y programas sociales de combate de la pobreza y apoyo al campo, resultan evidentes su falta de sensibilidad y compromiso con las mayorías.
En contraste, obras faraónicas como la edificación de un nuevo aeropuerto en el lecho fangoso del Lago de Texcoco, lejos de suspenderse o diferirse, aumentan constantemente su oneroso gasto. Sin duda, en obras de este tipo se subsidia a los concesionarios privados que, en caso de que algún día concluyan, serán los principales beneficiarios. Lo mismo ocurre con carreteras de peaje y otras piezas de infraestructura por cuyo uso debe pagar el ciudadano.
Un gobernante con dos dedos de frente debería saber que estas prioridades no pueden desatenderse —mucho menos para privilegiar el negocio y el pillaje de unos cuantos—, y que debe acudirse a lo que sea, llámese endeudamiento, recorte de gastos no prioritarios (como los de la alta burocracia de los tres poderes de la Unión, el subsidio a los partidos políticos y las obras suntuarias, entre muchos otros) o lo que se requiera, pero que no se puede atentar contra las necesidades más elementales de la gente en aras de alcanzar el sueño del pleno desarrollo fast track (en sólo 20 años), que Peña lanzó como promesa de campaña.
¿Estaríamos mejor si renuncia?
Sin duda, la presencia de Peña al frente del remedo de gobierno que tenemos en poco o nada ayuda a la conducción del País o a remediar los problemas ancestrales y los conflictos que surgen día con día en una nación tan plural y diversa como la nuestra, dotada de una vasta y compleja riqueza de culturas y lenguas; de costumbres y maneras de ser, que han sabido sobrevivir a la política de exterminio que ha existido hacia ellas durante siglos.
Tampoco ayuda a paliar las enormes desigualdades que han propiciado los llamados gobiernos neoliberales, y que están contribuyendo al descontento y la franca irritación —no el mal humor, como dice Peña— de la sociedad.
Por supuesto, estaríamos mejor sin Peña que con él, pero el problema es quién o quiénes se disputarían el poder una vez que renunciara (porque ausente está desde hace mucho, aunque esté ahí). Como ya lo hemos comentado, la partidocracia, los grupos empresariales, los militares, el alto clero, las televisoras y organizaciones de extrema derecha se frotan las manos y se relamen los bigotes ante la perspectiva de ganancia en el río revuelto que vislumbran.
Es momento de legislar sobre la sustitución del Presidente
Si bien no parece aconsejable que la Presidencia quedase formalmente acéfala, por las complicaciones que acarrearía la lucha por el poder entre los grupos mencionados y algunos más, la coyuntura parece oportuna para, al menos, revisar la legislación y modificar aspectos como el alcance del fuero y la imposibilidad de juzgar al Presidente más que por delitos graves, como el de traición a la Patria.
También debe definirse un procedimiento expedito para sustituir al Jefe del Ejecutivo, y mantener estrictamente al margen de éste a los llamados poderes fácticos.
Tal vez valga la pena aprovechar el impuso que ha tomado el ánimo de legislar a la luz de la redacción de la primera Constitución de la Ciudad de México, y replantear la Constitución General de la República.
Sobre todo, es necesario retirar el manto de impunidad que ha recubierto a los Presidentes, exponerlos a la acción de la justicia, como ocurre con todo ciudadano (y con los jefes de gobierno, en otros países), y tipificar con claridad los casos en que debe enjuiciárseles, destituirlos y sancionarlos.
Por lo pronto, infortunadamente, lo más probable es que las expresiones de descontento se mantengan confinadas en las redes sociales y que las manifestaciones queden en meros actos simbólicos y válvulas de escape que morigeren la posibilidad de explosiones.