PERFIL DE MÉXICO
Armando Ríos Ruiz
Después de ver el comportamiento de nuestros representantes populares en la Presidencia, en las cámaras, en los congresos locales, en gobiernos estatales, en alcaldías, de las que emergen transfigurados, con pergeño de ricos y conductas elegantes e infectados con esa enfermedad que se llama poder político, cabe preguntarnos: ¿para qué votamos? ¿Qué ganamos con votar?
Se supone que el voto debe servir para que esos personajes dediquen sus mejores esfuerzos a perseguir el progreso de los pueblos, en bien de los habitantes que lo ayudaron a llegar a los cargos ansiados y de los que no ayudaron, porque, finalmente, se gobierna para todos. Esa debería ser la conciencia de quienes se dedican a las actividades políticas, que en muchos países se ha alcanzado. No en México, en donde se gobierna para dejar atrás la precariedad personal y familiar.
Desde siempre, pero más hoy día, los diputados son llevados a las curules con la esperanza de que sirvan a las comunidades que deberían representar. Pero una vez sentados en ellas, quienes ayudaron a llegar son olvidados inmediatamente. El mínimo recuerdo se borra como por arte de magia.
Hoy, esos dizque representantes populares no están dedicados a brindar el mínimo favor a sus representados. Están para servir a su amo, el Presidente de la República, hasta en lo mínimo que les pida. Están para cantarle las mañanitas el día de su cumpleaños y para aprobar sus iniciativas sin chistar una palabra y sin cambiarles una coma. No para estudiarlas, sino para obedecer ciegamente la voz del que manda, como lacayos viles. Como sierpes que se arrastran.
Están para adularlo en aras de hacerlo sentir bien. Esto les permite aprobarse en beneficio propio, aumentos de sueldos descomunales, que no desquitan, porque el trabajo que hacen consiste en ir a sentarse cómodamente tres meses y pasear otros tres meses sin que importen sus representados. Acaba de ocurrir que, a escasos tres meses de haber asumido el cargo en la Cámara de Diputados, ya se aprobaron más de cien millones de pesos para aguinaldos.
Recuerdo a un tipejo de Petatlán, de apellido Chavarría, que una vez que terminó su encargo por demás gris, citó a sus electores para decirles en un discurso, con todo el cinismo que almacenaba su inteligencia oscura, que gracias a ellos se había hecho de varias propiedades, como casas en diversos lugares. Dijo sin ningún recato, que gracias a los presentes tenía varios carros y, en suma, su vida había cambiado drásticamente, para su propio bien.
Hoy no es diferente, pese al pregón cotidiano del Presidente, de combate a la corrupción. Es hasta peor. Poque, aunado a la conducta de servirse con todo el cinismo que pueden ostentar, del puesto que ocupan, se dedican única y exclusivamente a servir al amo y señor de palacio. Por ningún concepto al sector que les toca representar.
Todo viene de la tolerancia del jefe máximo, quien no sólo permite que este país se deshaga en sus manos. Quien deja que los delincuentes actúen a sus anchas, con la aprobación de sus mismos colaboradores, que le vitorean la medida. Que la apoyan sin meditarla, porque su eficiencia es tan nula, que sólo para eso sirven (uno de ellos dijo que los abrazos del Presidente son inteligencia). Quien también permite los actos de corrupción de los suyos, que soslaya por eso, mientras fustiga al pasado. Es tan limitado, que su capacidad sólo sirve para recordar tiempos que ya no existen. Sabe que con eso provoca el suspiro de sus adoradores.
Eso sí. Hace un gasto millonario para permitir que sus adeptos lo vean y lo escuchen en el Zócalo. Para que se derritan frente a su ídolo, que en tres años no ha hecho algo digno de presumirse. Utilizó el acto para decir que vamos muy bien y para prometer como si estuviera en campaña, que ya, todos los problemas que ha agravado durante su estancia en Palacio, se solucionarán por fin.
¡Imagínense! Dijo que está pensado en aplicar otra dosis contra la pandemia, cuando es una necesidad y una obligación urgente.
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