Relatos dominicales
Miguel Valera
De vez en vez me gusta visitar Vargas, la tierra de Nacho Carvajal, una comunidad ubicada a unos 25 kilómetros del puerto de Veracruz en donde el viejo Antonio López de Santa Anna solía refugiarse en su Hacienda Manga de Clavo para lamer sus heridas, sumergirse en su espíritu y lanzar cartas a la nación sobre sus controvertidas estrategias para consolidar la República. Leí por primera vez esas cartas en “El seductor de la patria”, la novela histórica de Enrique Serna.
Ahí lo pinta de cuerpo entero al reproducir una de sus misivas: “¿Acaso goberné un país de niños? Nadie, ni el más feroz de mis enemigos puede negar que la mayoría de las veces acepté la presidencia obligado por la presión popular, después de infinitos ruegos. México es un país de extremos. En plena gloria, cuando entraba en la capital llevado en andas por la muchedumbre que arrojaba flores a mi paso y me apellidaba sublime deidad humana, sentía que su entusiasmo era exagerado y podía desembocar en una decepción de igual magnitud”.
Cada vez que viajo desde Xalapa, pasando por el Lencero o la famosa Casa de Piedra, Paso de Varas en Puente Nacional hasta llegar a Manga de Clavo recuerdo que un viejo maestro, el doctor Ángel José Fernández, me contaba que Santa Anna había sido dueño de todas las propiedades a la vera del Camino Real, desde Xalapa hasta el puerto de Veracruz. Fue un gran hacendado, un hombre visionario, un estratega y político con grandes habilidades.
Sin embargo, la historia que más me ha impactado es una que me contó un poblador de Vargas que en uno de mis viajes a esa comunidad me llevó al pozo de la hacienda más querida que tuvo este personaje en la región. “Era el refugio que más amaba y por eso aquí sigue, aquí se quedó”. Lo escuché con atención mientras me mostraba el brocal del viejo pozo, lo único que queda, junto a algunas losas que se pueden ver entre algunas viviendas, de lo que fue esta próspera Hacienda.
“Muchas personas han visto salir a un jinete de este pozo. Emerge a medianoche y se va algunas veces rumbo al puerto de Veracruz y otras hacia Paso de Varas, allá por Puente Nacional. Las personas que lo han visto se quedan prácticamente petrificadas, sin aliento y ese día saben que habrá alguna calamidad en la región. Yo sé que para muchos él era un héroe, pero para otros un ‘vendepatrias’, un demonio, ya sabe usted todo lo que se dice”.
Al ver mi rostro escéptico, me dijo: “¿Usted tampoco me cree? Seguramente no. Se ha dicho mucho de este personaje, pero yo estoy seguro que sigue penando y que su espíritu se quedó aquí en esta tierra que quiso mucho. Si usted sigue viniendo algún día le tocará verlo”, me indicó sonriente. “¿Y cómo sabes que es él?”, le pregunté. “Muy fácil jefe, porque no tiene una pierna. Es él, todos saben que es él”.
Ya no dije más, me despedí, le agradecí el recorrido y le compré unos tamales de elote que su esposa había preparado ese día. Los de dulce, le dije, son los que más me gustan, sobre todo cuando les pongo un chorrito de “lechera” —leche condensada— sobre el lomo, son una delicia. El hombre sonrió mientras guardaba el dinero.