José Luis Parra
En este país todo cabe… en una marcha sabiéndolo acomodar.
Desde hace un par de años, pero especialmente durante las movilizaciones feministas y las conmemoraciones del 2 de octubre, un nuevo actor entra a escena con puntualidad quirúrgica: el Bloque Negro. Ni grupo, ni colectivo, ni organización. Más bien, un mood. Un performance con disfraz de guerra. O como dicen los más rebuscados: una táctica de acción directa.
Vestidos de negro de pies a cabeza, con el rostro cubierto, guantes, mochila de emergencia, goggles para el gas lacrimógeno y ocasionalmente un martillo en la mano —porque la protesta también tiene coreografía—, el Bloque Negro aparece en las marchas como la imagen incómoda que nadie invitó, pero todos esperan. Algunos lo justifican como una válvula de escape legítima ante el Estado represor. Otros lo acusan de infiltrado, mercenario o simple vandalismo con ínfulas de revolución.
El pasado 2 de octubre en la Ciudad de México fue el ejemplo perfecto: a las 6:15 pm, cuando la marcha ya había llegado al Zócalo, un grupo —identificado por medios como Bloque Negro— comenzó a lanzar piedras, golpear mobiliario urbano y prender fuego a figuras de cartón que representaban al Estado. Hubo 18 detenidos, cinco comercios con daños, 3 policías heridos y, por supuesto, decenas de fotos que los medios repitieron hasta el cansancio. ¿Qué quedó de la marcha por los caídos del 68? Poco. El caos fue la noticia. Como siempre.
Las autoridades capitalinas, en su versión más reciente del “es la minoría violenta”, dijeron tener 15 carpetas de investigación abiertas contra integrantes del Bloque Negro. Pero nadie ha sido sentenciado. Nadie ha sido identificado formalmente. Nadie tiene nombre. Porque así es como se protege una táctica: en el anonimato. Que es, al mismo tiempo, su fuerza y su condena.
Y claro, como todo en este país, el Bloque Negro se ha vuelto franquicia: cada marcha importante tiene su versión local. Los hay en Puebla, Guadalajara, Monterrey, incluso Hermosillo, donde su aparición ha sido más simbólica que efectiva. Pero ojo, que no hay uno solo: según reportes de inteligencia filtrados en medios nacionales, existen al menos 18 células distintas —algunas con ideología anarquista, otras feministas radicales, otras simplemente nihilistas funcionales— que se articulan bajo la misma estética y modus operandi.
Es decir: ya no es un bloque. Es un archipiélago.
Y aunque muchos los condenan por vandalizar negocios o rayar monumentos, otros señalan que sin ese escándalo visual no se hablaría de nada. Que el México bienportado, el de la marcha ordenada y con cartelones impresos, no interesa a nadie. Y ahí viene la pregunta dolorosa: ¿nos hemos acostumbrado tanto al desastre que sólo lo extremo logra atención?
Quizá.
Pero el problema con esta táctica es que, como todo fuego sin control, termina quemando a sus propios autores. Si el objetivo es la transformación, la rabia debe convertirse en estrategia. Si el objetivo es visibilidad, el caos debe ser acompañado de un mensaje claro. Pero si el objetivo es solo ver arder el sistema, entonces que no se quejen cuando el sistema responda con más represión, más carpetas de investigación y más silencio.
Porque en política —como en medicina— un bisturí puede salvar o matar. Depende de quién lo empuñe.
Y hoy por hoy, nadie sabe quién empuña el Bloque Negro.





