Relatos dominicales
Miguel Valera
Como burócrata que había sido, toda su vida recibió dinero del pueblo, de la gente, de la sociedad que paga impuestos, desde el campesino o el vendedor del mercado hasta el gran empresario. Sin embargo, tenía un aire de perdonavidas y caminaba como artista de cine, sobre todo cuando visitaba París, la ciudad que amaba más que a todo en el mundo.
Un día, sin que me notara, y creo que fue la última vez que la vi en mi vida, la encontré en el café de la Paix, en el boulevard Des Capucines, en la ciudad de la luz. A mi me gustaba ese lugar, no sólo porque Oscar Wilde lo frecuentaba; también porque desde su terraza podía admirarse el Palacio Garnier y se disfrutaba de un café delicioso, de los mejores croissants con chocolate y fresas que había probado en mi vida.
Estaba sola, la tercera edad aún no cruzaba por su rostro, sereno, pero frío, lo que me recordó el día más gélido que vivió París en su historia, un 10 de diciembre de 1879, en donde los termómetros llegaron a -23.9 grados Celsius. La observé con detalle y noté a flor de piel, su talante soberbio, lo que me llevó a la memoria también a Porfirio Díaz en las caminatas matutinas por la Avenida del Bosque —hoy Avenida Foch— al lado de Porfirito, como lo escribió Martín Luis Guzmán.
“Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido”, plasmó el autor de La sombra del caudillo.
Entonces la vi pedir, en el 5 Place de l’Opéra, una sopa de cebolla y una chuleta de ternera a la cazuela. “¡Laissez le chef Laurent André le préparer!” (¡Que la prepare el chef Laurent André!”, la escuché decir. Esa tarde me trasladé a la Plaza de la Concordia, luego caminé por la Avenida de los Campos Elíseos para llegar al Arco del Triunfo, ya con las sombras de la noche. Y ahí estaba, de nuevo, intentando tomar una mesa en la banqueta del Sir Winston Churchil, para descansar.
Toda su vida ha vivido del dinero de la gente, de recursos públicos. ¿Por qué esa soberbia?, le preguntaba ya en México a un amigo a quien le conté esta historia. Además, es muy rara, de pronto tiene explosiones de generosidad con marchantas o marchantes que pasan por su casa y los detiene para regalarles cosas, ropa, despensas. “Quizás quiere acallar su conciencia”, le dije. Tal vez, me contestó, mientras observaba con detalle una escena del viejo París que un artista de la Plaza de Tertre plasmó en un cuadro que le compré en Montmartre.