Jorge Miguel Ramírez Pérez
Las crisis son inevitables en muchos sentidos, pero en otros, no; porque el ser humano en general viene siendo avisado y no toma precauciones suficientes ante las deformaciones que se le presentan. En el caso de la pandemia que nos ocupa hoy, no es sino resultado evidente de políticas permisivas en temas, que deberían ser cuidadosos de manera extrema los que las ponen en práctica y los que no usan a la previsión como un valioso recurso.
Por una parte, se ha difundido la posibilidad de una guerra de laboratorio. Mentes retorcidas habrían mutado al virus o lo habrían diseminado con fines de poder. No se descarta, pero tampoco se demuestra; lo que si se demuestra -en todo caso- es que la pandemia debilita a países enteros, pero no exclusivamente a unos y a otros no. A todos. A los menos preparados en estos temas, mas.
Independientemente de que el virus no salió posiblemente de manera estricta del mercado de Wuhan, allí se reprodujo de manera exponencial; el hecho nos remite a ubicar a quienes han sido responsables, y la ruta culmina señalando a las autoridades chinas, quienes han hecho caso omiso de advertencias desde hace dos décadas, para detener el comercio de animales salvajes como sustancias comestibles.
El argumento que esgrimen es que existe en China, la costumbre de comer estos animales, como si fuera una tradición mayoritariamente aceptada, y no como la necesidad de hacerlo derivada de las hambrunas que Mao Zedong con su régimen socialista, provocó al grado que en los años 70s fallecieron por hambre, 35 millones de chinos que el gobierno no pudo alimentar de acuerdo a sus planes, y por eso terminaron abriendo un mercado de especies salvajes, impulsado por campesinos de manera privada.
Hoy la industria de comercio de animales salvajes cuesta 100 mil millones dólares. Mucho dinero, no para China que le representa poco; pero la causa para no cerrar en definitiva esta práctica, es que los principales consumidores de estas comidas sofisticadas, son los ricos y poderosos. Sobre todo, la aristocracia comunista que gobierna. Por eso no les ha sorprendido la expansión de este virus. El SARS en 2014 se ubicó en Foshan, también en un “mercado mojado” como el de Wuhan, donde se reprodujo. Los gobernantes entonces impidieron se siguiera por unos meses el negocio. Antes de terminar el año ya operaba otra vez. Un día autorizan y después por una temporada, desautorizan las operaciones. Entonces, si se sabía.
Lo sabían y no hicieron nada para evitarlo, pudo más el negocio y el capricho de los poderosos en China.
Pero el caso es similar en casi todo el mundo con diversos enfoques: la gente se siente con libertades ilimitadas, quieren ser reconocidos como seres con sexualidad extravagante, personas enamoradas de un árbol, no digamos los que ya tienen caprichos vulgarizados como matrimoniarse entre el mismo sexo y ser alabados por ello. Otros luchan por pervertir a indefensos: inculcar fantasías institucionalmente, porque lo hacen desde los centros mal llamados educativos: deseos y alucinaciones como promover que los niños imaginen hasta que tienen órganos de reproducción que no tienen. Se trata de ir con todo contra la naturaleza. ¡Puro maldito capricho, en nombre de la libertad!
Y los que lo hacen dicen tener derechos humanos, cuando los derechos humanos nacen cuando nace la persona, como está; no como se va imaginando que es.
En Europa hay un tipo de cincuenta años que se cree una nena de cuatro y otros dementes como él, lo adoptan. Un pedófilo conocido, dice abiertamente que “se quiere comer a besos a una niña”. Hay quienes tienen una organización política para tener derecho de fornicar con menores y son activistas violentos. Otros, soterrados, pero que publican libros lujosos, quieren se reconozca su derecho a ser diferentes, porque tienen compulsión por comer carne humana. Las feministas violentas que les urge destruir todo, no solo sus vidas y las pro-aborto, que no fueron victimas de algo contra su voluntad, sino las que ni siquiera se tomaron la pastilla de un día después; y entonces como damnificado de la pasión, quieren matar al bebé.
Todos en el mundo quieren que el Estado se dedique a debatir sobre adiciones y ociosidades personales, nada mas falta que aparte de darles preservativos, se les vigile para que se los pongan ¡De locos!
Porque no hay Dios para ellos. Se asumen como tales o adoran a otros o cosas como si lo fueran.
Se visualizan solo como materia y pronto serán polvo; quisieran ser virus de odio. Pero en las crisis, los teatros de fantasías y adiciones se ven sosos, como son: huecos, sin peso. Ilusiones frustradas o mas bien, amarguras que de pasajeras se convirtieron en permanentes; porque el mundo no comprende sus antojos. Ya les dio derechos de pasar de la cordura a la locura, sin visa; pero quieren mas reconocimiento, de algo, ¿de que más?: no saben.
Es el drama del siglo XXI, buscar la riqueza compulsivamente, dicen los magnates: “solo un poco más”. Y las hordas gregarias del ocio, buscan el placer en lo que sea, lo que mantenga a la mente ajena de la realidad en los “tiempos libres” para las adicciones. Lo que sea, menos voltear a Dios.
Decía Castoriadis que desde la modernidad el hombre se extravió de Dios. Lo quiso perder y se quedó huérfano. Ignoró al Creador. Perdió la inmortalidad en sus estrategias totalizadoras. Ésta, dice el pensador griego la sustituyó con la familia nuclear y la nación; dejó el clan, la familia patriarcal y abandonó la tribu y se sumó a la etnia organizada, para evadir a la muerte y prolongarse en los hijos, o en las generaciones de la nación, como formas continuadoras de sus ideales y como proyecto de inmortalidad. Por eso en las crisis del género humano, como ésta, aparte de seguir un protocolo de prevención, el ser humano se vuelve a casa, a su familia y a su país, cierra fronteras. Son su último reducto antes de volverse a Dios.
Hoy la valoración de los hechos por fuerza, nos lleva a entender nuestra fragilidad extrema. Negar nuestra volatilidad y la impotencia ante la inminencia de los desastres, no solo es ocioso sino contrario a nuestro ser. Es el de hoy, un momento para retornar al origen y reenfocar lo que vale y comprender la dependencia que tenemos de Dios, queramos o no. Hay que voltear a verlo. No se ha ido. Allí está. Esperando nuestra reacción humilde ante el Todopoderoso.