Francisco Rodríguez
Todos en el medio tenemos una anécdota con Luis Donaldo Colosio que contar. Entre muchas, recuerdo cuatro. La primera, cuando luego de reunirme con él a platicar y tomar café tuvimos que saltar la barda que separaba a la Secretaría de Desarrollo Social, donde despachaba como titular, con un terreno hípico, porque una manifestación tenía cercado el edificio de la dependencia. De ahí tomó su camioneta Blazer, el escribidor en el asiento del copiloto, y sin chofer, apenas con una muy discreta escolta, partimos hacia la zona de restaurantes de Polanco donde él tenía un compromiso. Larga conversación.
Una segunda, de corte social, fue una comida en casa de Yasmín Alessandrini a la que llegó tarde, muy tarde, pues venía de Chiapas y lo que ahí vio lo había dejado muy sensible. Nos lo platicó. Ninguno de los presentes sabíamos que lo visto por el sonorense eran los prolegómenos de la “guerra con fusiles de madera” que el llamado subcomandante Marcos estalló la madrugada del 1 de enero de aquel fatídico 1994. La tercera, una cena en casa del escribidor con colegas que querían conocerlo, platicar con él. Se fue tarde. Había llegado en guayabera, lo mismo que el “periodista” Federico Arreola, a quien, por petición de Luis Donaldo, presté una chamarra –traída de Buenos Aires– que nunca me regresó.
“A prensa va a llegar un amigo nuestro”
La cuarta es muy cercana a su asesinato. Fue el sábado 19 de marzo de 1994. Poco antes de las tres de la tarde sonó el teléfono del domicilio particular de este escribidor. Ramiro Pineda me ponía a Luis Donaldo Colosio al otro lado de la línea, reclamándome el por qué no me había visto en su gira proselitista.
“Porque no me has invitado –le repliqué–, ¿qué tal si me dices ‘y ahora tú, qué andas haciendo aquí, cuando deberías estar en la ciudad de México”, agregué con jiribilla, refiriéndome a la anécdota por todos comentada de su reclamo a su jefe de prensa, Liébano Sáenz, quien se dejaba ver por todos los eventos en las entidades, para la foto, cuando la prensa capitalina relegaba las informaciones del candidato presidencial priísta a las páginas interiores de los diarios, a los segundos o terceros lugares en los teasers de la radio y la televisión.
Se rio Colosio, para enseguida agregar, palabras más o menos, que haría cambios en su equipo de campaña:
“Liébano se va –me dijo. A prensa va a llegar un amigo nuestro. También se van Zedillo y Oscar Espinoza –que eran el coordinador y el tesorero de la campaña–, porque a mí me gustan las cosas limpias. Tú lo sabes.”
Nos despedimos, no sin antes recibir su invitación para que, “pasando la Semana Santa”, lo acompañara a su tierra natal, Sonora, y de que me dijera que estaba abordando un helicóptero en Apatzingán para regresar a la ciudad de México y, después, pasar el fin de semana con su familia en Tepoztlán, Morelos.
Zedillo y Liébano, beneficiarios de su asesinato
La idea de los cambios en la alineación de su equipo fue una constante en sus últimos días de vida.
Otro amigo me cuenta que la noche previa a su deceso, la del 22 de marzo de 1994, Colosio pernoctó en Culiacán, Sinaloa. Y que en la soledad de sus habitaciones, acompañado sólo de un íntimo amigo y colaborador, le externo su molestia por la falta de apoyo presidencial y, sobre todo, por los obstáculos que generaban sus cercanos funcionarios partidistas.
Que tomó un papel y a la vez que escribía sobre él decía a su acompañante, también palabras más o menos: “sin consultar (a Salinas) voy a realizar cambios para reordenar la campaña, los primeros en irse serán Zedillo y Liébano, son los que más daño me están haciendo.”
Y que enseguida dijo a su interlocutor: “Guárdame este papel y el domingo, en (la ciudad de) México, me lo das para convocar a una conferencia de prensa y anunciar los cambios.”
Todos sabemos lo que sucedió al día siguiente en el barrio Lomas Taurinas de Tijuana.
Colosio ya no pudo operar estos cambios.
Otra sería hoy la historia de nuestro país, pues transcurridos 25 años de aquellos sucesos sabemos que Colosio tenía razón.
Zedillo y Sáenz le hicieron tanto daño a su persona como a México.
En más de un sentido, ambos fueron los grandes beneficiarios de su asesinato.
Zedillo fue presidente de México.
Sáenz su vicepresidente virtual.
Los dos sepultaron, con hechos, las palabras de Luis Donaldo.
Palabras pronunciadas 17 días antes de ser acribillado:
– Es la hora del poder del ciudadano.
– Es la hora de cerrarle el paso al influyentísimo, a la corrupción y a la impunidad.
– Yo veo un México con hambre y con sed de justicia.
– Un México de gente agraviada, de mujeres y hombres afligidos por el abuso de las autoridades o por la arrogancia de las oficinas gubernamentales.
Frases lapidarias, que hoy retumban por su patética realidad en todas y cada una de las oficinas gubernamentales.
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