“Soy el Gobernador de Veracruz y represento la honorabilidad de toda una sociedad”, dijo Javier Duarte de Ochoa la mañana de este lunes 31 de agosto, al referirse a los señalamientos en su contra responsabilizándolo por los homicidios del reportero gráfico Rubén Espinosa y la activista Nadia Dominique Vera, a un mes de haber sido perpetrados.
Según el mandatario, más que escarnio contra su persona, “fue un linchamiento contra la sociedad veracruzana”, puesto que como gobernador representa a ocho millones de habitantes. “Y eso sí me agravia”.
Ojalá también le agraviara la situación en la que tiene sumido a Veracruz, con una deuda que ni ellos mismos saben de qué magnitud es, sin liquidez ni para pagar la nómina gubernamental, llena de violencia no sólo contra los periodistas, sino contra la sociedad entera. Deprimida, moral y económicamente.
Pero no. Lo que agravia al gobernador Duarte es que se le critique, que se le señale lo que ha dejado de hacer y lo que ha hecho terriblemente mal. En este caso específico, el haber propiciado, por obra u omisión, un clima de inseguridad y falta de garantías para ejercer libremente el periodismo en Veracruz, al grado de que matar a un reportero se ha vuelto sinónimo de impunidad.
Es éste el humor por el que transita el responsable de llevar las riendas del tercer estado más poblado de la República: iracundo, absolutamente intolerante a la mínima crítica, Javier Duarte se victimiza ante cualquier señalamiento y busca contenerlo a través de descalificaciones y difamaciones cibernéticas, utilizando mercenarios para que repitan las cantaletas oficiales y hasta le pongan de “su cosecha” a la genuflexión más abyecta. Y en el extremo, saliendo él mismo a responder, que no a argumentar ni a explicar.
Sucedió la semana pasada, cuando el sacerdote católico Alejandro Solalinde visitó el puerto de Veracruz para recibir un reconocimiento de parte de una universidad privada, y al encontrarse con los medios de comunicación realizó fuertes críticas contra Duarte y su administración, lo que le valió que un día después, le enviaran a un grupo de pseudo líderes evangélicos a reclamarle que “hablara mal de Veracruz”, donde según ellos, existe una “seguridad perfecta”.
El propio Duarte no se aguantó las ganas de responderle a Solalinde, quien hizo duros señalamientos acerca de la violencia contra periodistas y migrantes en la entidad: “que Dios bendiga al padre Alejandro Solalinde; le pido que lo ilumine y le dé fuerzas para que todo ese coraje y resentimiento que expresa contra las instituciones, lo pueda canalizar en contra de los verdaderos criminales, aquellos que tanto dañan y lastiman a nuestra sociedad, incluidos los migrantes y los periodistas que han sido afectados por ellos. Es una pena que se quiera aprovechar de la desgracia de hermanos que han vivido situaciones difíciles para sacar un provecho político al hablar de partidos y organizaciones partidistas; eso definitivamente no se vale, eso es inmoral y no es propio de una persona de Dios”, espetó.
Es tal su desesperación y coraje, que incluso le respondió al senador Héctor Yunes Landa, quien en un artículo de opinión cuestionó el mal manejo de la deuda en Veracruz: “la más alta prioridad debe ser hoy garantizar a los veracruzanos que lo ocurrido con el endeudamiento y con el posible uso indebido de los recursos no vuelva a repetirse jamás. De lo contrario solo estaríamos atendiendo la urgencia, pero sin visión de futuro. Hay que castigar a los servidores públicos que resulten responsables de los manejos indebidos de los recursos públicos, pero sobre todo, hay que impedir que esto se repita”, escribió el legislador.
Duarte acusó recibo de inmediato y le contestó: “ el senador Héctor Yunes, su visión, la respeto como respeto la de cualquier otro y pues si le tocara ser gobernador le va a tocar hacer la parte que tanto critica y vamos a ver”.
El problema es que, en congruencia con su admiración por personajes históricos caracterizados por su despotismo, Javier Duarte, cual si fuera Luis XIV, ha de pensar que “Veracruz soy yo”.
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