La presentación del informe de actividades de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en un acto celebrado ayer en la residencia presidencial de Los Pinos, por su presidente Raúl Plascencia Villanueva da pie para un breve acercamiento a la naturaleza de la perversa práctica de quienes detentan poder, de tener que conculcar derechos de la población para mantener poder, riqueza y privilegios en sus manos.
En toda esta cuestión de los derechos humanos una cosa está revuelta con la otra. La tortura, por ejemplo, no es simplemente el delito de tortura, sino una de tantas medidas que toman los poderosos para mantener su dominio y robar a los grupos mayoritarios,
Estas perversas prácticas se han ido “perfeccionando” con el tiempo, junto con el encubrimiento y la impunidad que se dan a sí mismos altos empleados públicos para que no se pueda proceder contra ellos, si no es con autorización de ellos mismos, y que no se les pueda destituir o inclusive encarcelar, si no es mediante procedimientos absurdos como el juicio político. Es sólo un ejemplo.
A esta situación se agrega toda una cultura mexicana de corrupción, asentada en 300 años de explotación, en la cual la incondicionalidad y el servilismo se premiaban, y la libertad, la dignidad y la independencia le costaba la vida a los indios.
Si se da una mirada a la historia, cuyo fin aún no llega, que sigue escribiéndose a sí misma, la mayoría de los habitantes originarios de este país vivía y vive en condiciones de sumisión ante el cacique, el virrey, el patrón, el monopolista, el lenón, el sicario, el padrino, el presidente municipal, el gobernador, el… que ejercían y ejercen cualquier forma de dominación para asegurarse el poder y sus pingües beneficios.
Movidos por el terror del miedo, a los detentadores de poder no les queda más que violentar los derechos de la gente de abajo para asegurar su posición de poderío. Para no perder sus privilegios. Es la hebra maligna del miedo, pues, lo que impulsa a los poderosos a pisotear todo, hasta la hierva que crece en su camino.
Es como el cacique que aún domina muchas regiones olvidadas del territorio nacional. Es hombre rico, pero que se ha hecho rico esquilmando a los pobladores, de quienes trabajan para él en condiciones inhumanas, con un salario absurdamente injusto, que retorna a sus arcas a través de la tienda de raya, modernizada en la forma de supermercado.
No hace muchos años, en Chiapas por ejemplo, el cacique formaba sus cuerpos de seguridad personales, las célebres “guardias blancas”, que se dedicaban a llenar de terror toda la comarca para “proteger” al patrón, que muerto de miedo se agazapaba en su mansión. Y qué otra cosa son los cuerpos policiacos si no “guardia blancas”…
Ya se podrá mantener una campaña masiva de respeto a los derechos humanos para que desaparezcan prácticas como la tortura, las desapariciones forzadas, la violación sexual, el “derecho” de pernada, el maltrato en todos los terrenos, la marginación de los bienes y servicios, la amenaza, la tortura sicológica, y toda suerte de tropelías, que diariamente se denuncian ante los medios y ante los defensores de los derechos humanos. Periodistas y activistas incómodos seguirán siendo amenazados, desaparecidos, asesinados. Mientras no haya un cambio estructural de raíz en las relaciones sociales y económicas, violaciones a los derechos humanos y denuncias continuarán por los siglos de los siglos.
En otros términos, como se asienta en la obra “Transición Traicionada: Los derechos humanos en México durante el sexenio 2006-2012”, presentada simultáneamente al informe de la Comisión Nacional por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, “la política hegemónica en México, que privilegia el libre mercado, ha desprotegido a las personas, porque los derechos humanos no pueden ser para todas y todos, cuando se equiparan a mercancías y resultan accesibles solamente para quienes tienen los ingresos suficientes.