Por Aurelio Contreras Moreno
Más allá de las ocurrencias, verdades a medias y mentiras completas que se expresaron durante el debate de candidatos presidenciales del pasado domingo, lo que sí quedó de manifiesto durante ese ejercicio es que el tema de la defensa de los derechos humanos no está en la agenda de los aspirantes ni de los partidos.
A pesar de ser un asunto que por su gravedad debiera tener una alta prioridad en la agenda nacional, salvo tímidas alusiones como la de Margarita Zavala a los feminicidios, la de Andrés Manuel López Obrador a los desaparecidos, o la de José Antonio Meade al Código Penal Único, la promoción y defensa los derechos humanos desde una visión amplia es ignorada olímpicamente por quienes buscan gobernar México a partir del próximo 1 de diciembre.
Ello puede tener múltiples motivos. Pero principalmente, la falta de claridad sobre la manera en que debe enfrentarse institucionalmente a la violencia y la inseguridad que campea en todo el territorio nacional.
Está claro que la actual estrategia de combate al crimen organizado a través de las fuerzas armadas no ha resuelto nada, sino que por el contrario, provocó un mar de sangre en todo el país por el cual nadie se hace responsable, ni personal ni políticamente. Mucho menos, penalmente.
Pero en contraparte, proclamar amnistías poco claras en cuanto a sus beneficiarios y mecanismos o llamar al Papa para pedirle “consejos” sobre cómo devolver la paz al país, usando la fe de la población como instrumento propagandístico, es pura y dura demagogia. Ya por no hablar de la estupidez medieval de “mochar” las manos de los ladrones. Pero lo peor de todo es que ése fue el nivel en el que manejaron el tema los candidatos presidenciales durante el debate, que quedó reducido a una especie de “talk show” de mercadotecnia política.
La violación sistemática de los derechos humanos en México tiene como premisa fundamental la impunidad con la que los criminales corrompen el tejido social y agreden a los habitantes del país, mientras desde las instituciones se permite y hasta se alientan los abusos y la corrupción.
El salvaje asesinato de tres estudiantes de cinematografía en Jalisco –cuyos cuerpos habrían sido desechos en ácido por la delincuencia organizada, de acuerdo con la versión oficial- volvió a colocar en la mesa del debate el poco valor que tiene el respeto a la integridad y la vida humana en nuestro país, así como la incapacidad del Estado para proteger a la población. Aunque no se trate de una novedad.
Cientos, si no es que miles de casos como el de estos jóvenes se replican desde hace años en la mayoría de los estados de la República. En Veracruz, a grados verdaderamente delirantes por el nivel de crueldad y por la colusión entre autoridades y criminales en la ejecución de estas atrocidades.
Por ello es increíble que la mayoría del tiempo que duró el intercambio entre los candidatos presidenciales el pasado domingo se haya desperdiciado en balandronadas, acusaciones y evasivas, en lugar de que se presentasen propuestas sobre lo que en realidad necesita México, que incluyeran además el cómo pretenden concretarlas.
Porque con las promesas no basta. Con los juramentos de honestidad tampoco. Menos aún, con buenas intenciones o con encomendarse al dios de su preferencia o conveniencia.
Sin embargo, la clase política de este país tiene otras prioridades. Y claramente no son las de los ciudadanos.
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