Gregorio Ortega Molina
“Me gustaría convertirme en la conciencia nacional, lo que ya no puede lograr Emilio Uranga, Gregorio”, confió Porfirio Muñoz Ledo en uno de sus extraños momentos de extrema confianza, de mostrar su verdadero, auténtico deseo.
Javier Wimer, que escribía a mano sus textos mientras Porfirio los dictaba, aspiró a lo mismo. Si el segundo tuvo y tiene la desbordada imaginación y creatividad política equiparable a los destellos orales de Jorge Luis Borges, el primero mantuvo la consistencia de Saint John Perse, al que gustaba de traducir al español.
Este recuerdo revive después de una detenida y estudiosa lectura de La Revolución inconclusa, la filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI, ensayo de José Manuel Cuéllar Moreno, cuyo gran mérito es rescatar el pensamiento filosófico de Uranga y conducirnos a buscar el replanteamiento de las aspiraciones fundamentales de los mexicanos como proyecto del Estado y como destino nacional, sobre todo si tomamos literalmente la no conclusión del suceso histórico que define y determina el modelo político que nos gobierna desde hace 100 años. Es la esencia de la reconstrucción de la retórica política nacional, en un renovado esfuerzo de continuidad ideológica, cada seis años. Michael Ende estaría encantado con esta alegoría que lleva el título de su novela: The never ending history.
Cuéllar Moreno incurre en errores de apreciación política que distorsionan el punto de partida de su investigación. Desconozco las razones por las cuales le atribuye un enorme poder a Humberto Romero Pérez, secretario particular de Adolfo López Mateos. Sí, el presidente de México fue un hombre enfermo, días enteros duró la penumbra del despacho presidencial cuya puerta vigilaba el celoso perro guardián Romero Pérez, pero de ahí a concederle la imaginación y creatividad suficientes para tomar decisiones que no le correspondieron, hay enorme distancia.
Quienes acordaban con López Mateos y/o sustituían ciertas funciones del presidente constitucional de los mexicanos, fueron el licenciado Donato Miranda Fonseca, secretario de la Presidencia, y el general José Gómez Huerta, su jefe de Estado Mayor Presidencial. Lo puntualizo porque eso permite conocer los pasillos por los que se movió Emilio Uranga para acercarse al poder, conocerlo de cerca, sentirlo, interpretarlo y reafirmar, al mismo tiempo, su verdadera vocación: convertirse en la conciencia de quien se sienta en la silla del águila, que dista mucho de la original aspiración de ser la conciencia nacional.
Comprender el mensaje de La Revolución inconclusa me condujo a la revisión de mis lecturas previas de Arnaldo Córdova y su Ideología de la Revolución mexicana, a Berta Ulloa y La Revolución intervenida, a Adolfo Gilly y su idea de La Revolución interrumpida y los textos históricos de José C. Valadés. ¿Será que el discurso político creado a raíz del magnicidio de Venustiano Carranza, las ejecuciones de los generales Felipe Ángeles y Francisco Serrano, los asesinatos de los caudillos Emiliano Zapata y Francisco Villa, sumergió todo el proyecto del Estado en una falsificación de la historia?
Resucitar Análisis del ser del mexicano y las ideas de Emilio Uranga plasmadas en textos periodísticos, revoluciona y revela otra percepción del lugar de México y los mexicanos en el mundo y en la proximidad con Estados Unidos: “El mexicano comprende lo humano ajeno por transposición del sentido de su propia vida”, escribió Uranga, y de esta frase podemos trasladarnos a la aventura de la <<accidentalidad>> como fuerza motivacional de lo que pudimos aspirar a devenir.
De la <<accidentalidad>> a la traición
¿Es suficiente la <<accidentalidad>> para explicarnos a nosotros mismos, nuestro ser, la actitud y manera de comportarnos hacia afuera, toda vez que la República transitó del yugo de la Corona española, a la sujeción determinada por el monroísmo y el apocamiento de los líderes que condujeron y mantienen vigente la no conclusión de la Revolución?
Cuando Emilio Uranga en Análisis del ser del mexicano incursiona en la manera en que españoles y mexicanos se relacionan, debió referirse a los estadounidenses: “Las relaciones entre los españoles y los mexicanos no son, en modo alguno, fijas y definitivas, sino que han variado y, consecuentemente, ha variado también en definición a tenor de las distintas épocas y del estatus cultural y social desde que se hacen… Puede decirse que, en su inmensa mayoría, tales relaciones son de conflicto, de lucha, de pugna, de querella, en una palabra son relaciones de oposición y no de comunidad”.
Sustituimos al padre-monarca por el tutor-regañón e impositivo. El asunto no es banal. En el apéndice XIII (Manifiesto constitucionalista al pueblo norteamericano, abril de 1914) de La Revolución intervenida, Berta Ulloa anotó: “Además los constitucionalistas rechazaban sinceramente la intención del gobierno norteamericano de prestarles ayuda contra Huerta, <<porque un partido político que para llegar al triunfo se apoya en una intervención extranjera, falta al cumplimiento de sus deberes para con el Estado>>…”.
Pareciera que hoy nadie recuerda ese señalamiento formulado por Venustiano Carranza en el Manifiesto de referencia. Aquí el término <<inconclusa>> adquiere una dimensión actual. Si nuestro proyecto no pudo ser, por inconcluso, ¿será que los mexicanos nos encontramos a medio camino para lograr ese deber ser? Es posible que, como anota Hermann Hesse en Demian, para nacer sea necesario romper un mundo, que es así como proceden todos esos mexicanos que triunfan con gran esfuerzo y con mayor entusiasmo en el extranjero. El límite no son las artes cinematográficas, los triunfadores están presentes en todos los ámbitos de la cultura, las artes, la economía, la ciencia.
¿<<Accidentalidad>>? Sí, pero a lo anímico habría que añadir lo geográfico. Gastón García Cantú refirió en varias ocasiones, durante las tertulias en casa de Enrique Mendoza, lo que le confiara Adolfo López Mateos: “Lo más difícil de ser presidente de México, es aprender a decir no a Estados Unidos”.
José Manuel Cuéllar Moreno arriesga su propia hipótesis sobre ese término usado por Uranga como disparador de su reflexión sobre el ser del mexicano, y apuntalamiento al desarrollo de la tesis de la no conclusión de la Revolución: “El hombre revolucionario fue aquel que, acaso como ninguno, cobró conciencia de su ser-para-el-accidente. En consecuencia, el humanismo mexicano estaba cifrado para Uranga en la Revolución, la cual pasaba de ser un hecho histórico a un estado anímico-ontológico: la perseverancia en la zozobra o, lo que es lo mismo, la valiente afirmación de la libertad. La insuficiencia constitutiva del mexicano podía denominarse ahora el ser-para-la-revolución o el ser-revolucionario. No es casualidad entonces que Análisis del ser del mexicano desemboque en la pregunta por el significado de la Revolución”.
Años después el propio Uranga responde a esa interrogante, pero no para explicarse a él mismo el ser del mexicano, sino para darle asideros teóricos al poder político en México y su expresión más refinada: el presidencialismo. Así convierte los sexenios en una prueba constante de fe renovada cada seis años, en la expresión existencial más acabada del mito de Sísifo, porque para él, en términos políticos y de poder, nunca nada es concluyente, por eso la Revolución permanece inconclusa.
Si el mexicano está nepantla, su democracia también.
En términos ginecológicos la Revolución se concibió y gestó, pero no llegó a buen término, no alumbró. La eclosión de sus promesas, de sus proyectos, en realidades económicas, políticas y sociales se pospone cada sexenio, para darle oportunidad de permanecer <<inconclusa>> por la eternidad.
Esa <<no conclusión>> del proyecto más importante del siglo XX en la vida de esta nación, de esta patria, ¿es consecuencia u origen de que el mexicano, en términos psicológicos y filosóficos sea lo que es?
José Manuel Cuellar Moreno sostiene que “la investigación de Uranga (Análisis del ser del mexicano) se presentaba a sí misma como una radicalización y sistematización de los estudios previos sobre el carácter del mexicano, en apariencia contradictorios, pero unidos subterráneamente por un núcleo común -una estructura ontológica- que Uranga buscaba poner de relieve. El propósito, según declaró, era analizar el ser del mexicano, llevar a formulación conceptual lo que intuitiva y cotidianamente se vive como mexicano”.
Cuellar Moreno retoma la referencia del siglo XVI de fray Diego de Durán, que rescata la respuesta de su interpelación a un indígena borracho y despilfarrador: “Padre, no te espantes -respondió el indio-, pues todavía estamos nepantla. Nepantla es un término nahua que, según los diccionarios, significa <<centro, en el centro, en medio>>. Por ejemplo Tlalnepantla (lugar en medio de la tierra).
“De acuerdo con Emilio Uranga, este vocablo también designa 1) el desarraigo, 2) el estar en medio, 3) la permanencia en un estado neutro, 4) la abstracción de cualquier ley y, 5) la participación en dos leyes opuestas”.
Si asumimos como verdadera la apreciación de que el mexicano está nepantla, significa que lo mismo ocurre con su creatividad y sus creaciones políticas y sociales, porque están vivas aunque incompletas, truncas, no acabadas, por permanecer inconclusas debido a la atracción de tan diferenciadas y similares acepciones de mantener una permanencia neutra, estar en el centro, participar en leyes opuestas. Pero el asunto va más allá, pues según Cuellar Moreno: “para Uranga, el mexicano tenía una lección que enseñar al hombre; la valiente y cínica lección de que el estado normal del mundo es la crisis”.
¿Cómo vive el mundo hoy? En crisis, pero hay sus diferencias, pues aunque a fin de cuentas el ejercicio de la democracia en sociedades como la francesa o la estadounidense resulte ser una simulación, una impostura más o menos abierta, de acuerdo a las épocas y a las exigencias momentáneas de franceses y estadounidenses, el engaño en México es cínico, constante, sostenido con la falsa promesa de que la Revolución permanece viva, no está acabada y falta mucho por hacerse.
Poco importa que la referencia a lo que ya no fue haya desaparecido de la retórica política, lo mismo de la oficial que de la que se sirve la oposición. Las exequias fueron mudas, en silencio, como las del actor secundario que sólo hace mutis y desaparece del proscenio, para que el protagonista sexenal brille con luz propia, sin importar que ésta sea cada vez más tenue, y tienda a sumir al escenario nacional en la oscuridad.
Naturalmente que el ensayo de La Revolución inconclusa va más allá del análisis de la obra del malogrado filósofo Uranga, porque el autor cede a la tentación de echar su cuarto de espadas sobre la época que hoy padecemos, idéntica a la que se sufrió durante los últimos años de la dictadura, pues si el sacudimiento no termina, tampoco se puede dar por concluido el porfiriato.
Escribe el ensayista: “El sistema político mexicano, cada vez más oscuro en sus prácticas, no terminaba de constituirse como una democracia occidental ni como una dictadura (está nepantla pues): el punto medio -entrevisto por algunos ya desde entonces- era el presidencialismo: una renovación de la vieja jerarquía vertical -hecha toda de gestos paternales y compadrazgos- del Porfirismo, pero con fecha de caducidad -una monarquía de seis años-”.
Debilidades del ser del mexicano como características del presidencialismo.
La <<accidentalidad>> que según Emilio Uranga determina el ser del mexicano, también puede detectarse en la literatura de Estados Unidos, mucho antes de que llegáramos a la fatalidad de la Revolución inconclusa.
Herman Melville describe puntualmente lo que es una ballena franca, y en una terrible reflexión -para nuestro destino como República- en Moby Dick el cristiano escritor anotó: “Pero si la doctrina del pez sujeto es aplicable de modo bastante general, la doctrina afín del pez sujeto lo es con mayor amplitud. Se aplica de modo internacional y universal.
“¿Qué era América en 1492 sino un pez libre, en que Colón clavó el estandarte español poniéndole el arpón de marcado para sus reales señor y señora? ¿Qué fue Polonia para el Zar? ¿Qué, Grecia para los turcos? ¿Qué, India para Inglaterra? ¿Qué será al fin México para los Estados Unidos? Todos, peces libres”.
Así las cosas, ¿cómo llevar a conclusión una revolución que, como todas, aspira a modificaciones radicales en los ámbitos interno y externo de la vida de una República? Imposible afectar los intereses extranjeros con mayor poder que el del Estado nacional. Tal como está diseñada y desarrollada la fuerza económica de las empresas estadounidenses, convertidas en transnacionales, la <<accidentalidad>> adquiere la constancia de una norma.
Aquí, adiós al determinismo histórico, al destino y la predestinación. Se impone la alteridad por la voluntad del otro a manera de un accidente eterno. “El mejor testimonio de que las divergencias entre el gobierno de Estados Unidos y su embajador Henry Wilson no eran de principio, es el carácter agresivo que la política del imperialismo yanqui siguió teniendo respecto a México. Y una de las pruebas más elocuentes de semejante política agresiva fue la participación que los imperialistas de los Estados Unidos tuvieron en el golpe de Estado contrarrevolucionario ocurrido en México del 9 al 18 de febrero de 1913”, sostienen M. S. Alperovich y B. T. Rudenko en La Revolución mexicana de 1910-1917 y la política de los Estados Unidos.
¿<<Accidentalidad>>? Usted, lector, determine la línea de tiempo del accidente petrolero, que a 100 años de distancia permanece inconcluso, como la Revolución, según la teoría de Emilio Uranga.
Rudenko y Alperovich rescatan para su ensayo lo siguiente: “El 19 de enero de 1916, Lansing envió el siguiente telegrama a Silliman, representante especial de los Estados Unidos en México:
El departamento de Estado ha sido informado acerca de que el gobierno de facto se propone expedir un decreto respecto a la nacionalización del petróleo, decreto que, si los informes son fidedignos, afectaría seriamente los intereses de muchos ciudadanos norteamericanos y demás extranjeros que hasta hoy se han venido dedicando a la extracción y venta del petróleo en México. Explique al general Carranza, en términos bastante claros, el peligro que entrañaría la promulgación de un decreto de esa naturaleza; ruéguele que se aplace la decisión final hasta que el Departamento de Estado estudie el texto del decreto. Transmítanos el texto del mismo por telégrafo.
Siempre nunca el accidente es lineal. La gráfica, la estadística de la <<accidentalidad>> en México sobre el petróleo tiene una prolongación de 100 años, y amenaza con convertirse en normalidad una vez concluidas las rondas que hacen que la no conclusión de la Revolución mexicana deje de ser una hipótesis, para convertirse en aviso claro de que lo que se requiere para administrar lo que ya no fue, deben crearse las instituciones de gobierno que lo permitan, porque el presidencialismo fue diseñado y enriquecido para guiar los éxitos de una Revolución que, a la postre, no fue.
Es posible que Mario Vargas Llosa diese en el clavo con su definición del modelo de gobierno en México, dicha de viva voz y por primera vez cuando vino a presentar El pez en el agua. La <<accidentalidad>> “urangiana” que determina la no conclusión de la Revolución mexicana, se convierte en 100 años de una dictadura perfecta, en nuestra propia fiesta del chivo con relevos sexenales, para ocultar detrás del espejo lo que no fue.
Desmantelamiento de lo que pudo haber sido un proyecto de nación original.
La validez de la no conclusión de la Revolución mexicana está más allá de la imaginación y de cualquier fantasía. Es una impostura genial, pero distante de El consejo de Egipto.
La trama de la novela de Leonardo Sciascia es un retrato de la sociedad de Palermo. La confrontación entre la monarquía renovadora y la nobleza feudal conservadora, entre los primeros iluministas y los guardianes inquisitoriales de la ortodoxia; en medio surge, como único héroe posible de esta historia, la figura del abogado Di Blasi, cabeza de una revolución fallida contra los poderes establecidos.
En nuestro caso son los propios protagonistas que se adueñan de la Revolución, los que se dan cuenta de la imposibilidad de llevarla a buen término, porque en su estado de ánimo pesan más los compromisos con las oligarquías que con los intereses legítimos de los que fueron carne de cañón en el movimiento armado.
Por primera vez en la historia del país (y también del mundo) los derechos de los obreros a mejores condiciones de trabajo y de los campesinos a poseer la tierra tenían acogida en un texto constitucional. Naturalmente, la institucionalización de los problemas y de las demandas de las masas populares no implicaba su solución instantánea ni mucho menos: la forma en que fueron recibiendo satisfacción demuestra con meridiana claridad que, aparte el haberse convertido en derecho, tales reformas eran, ante todo y sobre todo, armas políticas en manos de los dirigentes del Estado […] En la práctica, las reformas sociales fueron empleadas como instrumento de poder.
José Manuel Cuéllar Moreno toma el párrafo anterior de La formación del poder político en México, y apunta que dicha reflexión se constituye en complemento de la formulada por Uranga:
[En México] se transigió no una sino muchas veces con los poderes antiguos, y la Revolución se hizo permanente por la sencillísima razón de que siempre se quedó agraz, como fruta verde, incompleta, inacabada.
Esta percepción de Uranga está en Los modelos de la Revolución mexicana. La acotación del ensayista Cuéllar Moreno esclarece el panorama político que tenemos enfrente, aunque le falta profundizar en sus efectos en el presidencialismo y en el PRI, pues de haber quedado concluida histórica, política y socialmente la Revolución, nadie se hubiese interesado en dar vida “al partido de las mayorías”, y el presidencialismo se hubiese visto efectivamente balanceado con los otros dos poderes.
Pero eso no fue posible, porque los caudillos gobernaron como lo hizo Díaz. De democracia, nada, se trata de mandar en línea vertical, y que obedezcan en silencio. De allí la necesidad de mantener en el imaginario nacional la idea de que la Revolución es un proceso en constante renovación, sin importar que cada sexenio las metas avanzan hacia la disolvencia cinematográfica, aunque parezcan estar más próximas que nunca.
La lucidez de Adolfo Gilly durante su encierro en Lecumberri, le permitió escribir La Revolución interrumpida, del que tomo tres párrafos para cerrar el círculo que dio vida a la tesis de la Revolución inconclusa.
La lucha armada, el reparto de tierras desde 1911 en adelante, el triunfo militar sobre el ejército federal, la derrota del Estado burgués de Díaz, Madero y Huerta y la ocupación de la capital del país, dieron a las masas campesinas de Morelos, en un proceso ascendente de cuatro años, una gran seguridad histórica, la seguridad y la confianza de que podían decidir. Eso fue lo que aplicaron en su territorio.
Entonces, la detención y el comienzo del retroceso de la marea revolucionaria en escala nacional a partir de diciembre de 1914, se combinó aún con una etapa de continuación del ascenso en escala local. Se había roto el impulso nacional, pero continuaba por sectores, aunque forzosamente no podía ser por mucho tiempo. Pero esto no podían saberlo, ni siquiera sospecharlo, los campesinos y obreros agrícolas que se pusieron a reconstruir la sociedad de Morelos sobre la base de sus propias concepciones.
Este desajuste es un fenómeno típico de la revolución campesina. Su empirismo, la limitación o la ausencia de una concepción nacional de la lucha, altera los tiempos de la revolución, los desacompasa por regiones.
Pero todas las conjuras para evitar el buen fin de la Revolución, para que quedara inconclusa, se conjuntaron al amparo de la reforma constitucional exigida por el caudillo del norte, Álvaro Obregón, para asegurar su reelección y conculcar, así, ese principio fundamental que empezó a perder su valor ideológico y su validez legal en los sindicatos, esas organizaciones obreras que debieron vigilar su cumplimiento.
* Este texto se publicó en 5 entregas durante la semana de Pascua en la columna La Costumbre del Poder.