Francisco Gómez Maza
• Sólo propaganda y agresiones de los participantes
• Los ganadores: los grandes medios “de comunicación”
El tercer debate presidencial, escenificado la noche del martes 12 de junio en el Gran Museo del Mundo Maya, con el que concluyó la etapa de la confrontación, institucionalizada, entre los candidatos a la presidencia, me dejó el mismo acedo sabor de boca de los dos anteriores.
Los políticos en México nunca han tenido idea de lo que es debatir. Creen que se trata de hacerse propaganda, imaginar castillos en el aire, inventar propuestas ya probadas, y desprestigiar y denigrar al adversario.
A esta manera de confrontación sosa, aburrida, demagógica, mentirosa, tienen acostumbrado al respetable los organizadores de los procesos electorales en la historia, desde que se inventaron en México “los debates”. Tal como se estructuran, tal como se formatean, los “debates” son parte del circo mexicano de la política rascuache, que les da pingües ganancias a los medios de prensa, particularmente a los electrónicos y, entre estos, al negocio de la tv.
No sirven más que para eso, los tales debates (ya no usaré entrecomillados), porque al final no cambian nada. Los votantes, desde antes, ya tienen comprometido su voto, ya sea por convicción, digamos “ideológica” (no me gusta mucho eso de la “ideología” porque la asocio con entidades totalitarias como el estalinismo, el fascismo y el nacional socialismo hitleriano), o por codicia o hambre, como está ocurriendo y va a seguir ocurriendo en este país de la corrupción, la impunidad, la simulación y el cinismo.
Las mayorías, según se desprende de todas las encuestas levantadas por las empresas encuestadoras registradas en el INE, han optado ya por Andrés Manuel López Obrador, cuyo triunfo estaría asegurado si las elecciones no se celebraran en México, sino – vea lo que le digo – en Guatemala. Acá ganará las elecciones del domingo 1 de julio (ya pronto) quien trague más pinole porque tiene más saliva. El que corrompa más a los votantes que necesiten corromperse. Lo experimentaron muy bien el gobierno de Peña y el PRI, en las recientes elecciones en el Estado de México, en donde Alfredo III, priista por así convenir a sus intereses económicos, le “ganó” a la profesora Delfina Gómez Álvarez.
Por estos fenómenos, el de la corrupción, la madre de todos los infortunios padecidos por las mayorías, es que todo lo que organiza el sistema político económico para que el populacho cambie de amos, es sólo simulación.
Al final, para acotar lo que puede ser un concepto coherente de democracia, se tiene que distinguir claramente que “el gobierno por el pueblo” es algo bien diferente de los procesos electorales, en los que se elige a unos cuantos individuos que hacen la Constitución y las leyes; las modifican cuando y como quieren; hacen lo que quieren en el gobierno; no tienen obligación de rendir cuentas de su actuación a los ciudadanos y estos no tienen forma de participar ni en la aprobación de las reglas ni en las decisiones del gobierno.
Se trata de los muchos sistemas políticos en que la participación de los hombres y las mujeres adultos en las cuestiones públicas se reduce al derecho de votar para elegir, entre los distintos grupos que manejan la política del país y de las regiones, a aquellos que van a someterlos y explotarlos, sin que la mayoría de los ciudadanos pueda exigirles nada ni pueda destituirlos. El hecho de que esas oligarquías hayan sido electas por los habitantes adultos de una comunidad no hace de ellas gobiernos democráticos.
Los “debates”, que de debates sólo tienen el nombre, como les comenté más arriba, no agregan nada al proceso de esta democracia simulada. Es desalentador lo que le digo, pero es la verdad, amarga verdad a la que tenemos que enfrentarnos los mexicanos, hasta los ignorantes, cada vez que el gobierno organiza “elecciones democráticas”. No cambiará nada después de esta reflexión. Es como las negligencias médicas que causan la muerte de un ser humano. No son pruebas para meter a la cárcel al o a los asesinos. Sin embargo, habría que revisar el “protocolo” para que la negligencia médica no asesine y, en el caso de la política, para intentar que la democracia deje de ser simulada por las clases dominantes. Para que aprendan a dejar el poder y trabajar para recuperarlo.
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