Por Aurelio Contreras Moreno
Mientras en México se reivindica –y en muchos casos, también se lucra cínicamente- con la memoria de la masacre estudiantil de 1968, hay un personaje que jugó un papel preponderante en aquellos y otros funestos hechos de esos años y que no solamente no ha sido juzgado debidamente por su actuación, sino que en estados como el de Veracruz todavía recibe un tratamiento reverencial, como de santón de la política.
Ese personaje es Fernando Gutiérrez Barrios, el oscuro jefe de la policía política del gobierno mexicano al que se le atribuye la autoría intelectual de un sinnúmero de atrocidades a lo largo de una carrera de más de un cuarto de siglo en las cañerías del sistema, que después lo llevaría a gobernar brevemente Veracruz y de ahí saltar a la antesala de la silla presidencial, de donde fue echado de manera vergonzante en 1993 al descubrir Carlos Salinas –quien en 1988 lo “bautizó” con el mote de “el hombre leyenda”- sus intenciones.
Precisamente, parte de su leyenda, la más negra, se vincula directamente con la masacre de la Plaza de las Tres Culturas del 2 de octubre de 1968. En el libro “Parte de Guerra” de Julio Scherer y Carlos Monsiváis, se muestran documentos que habrían pertenecido al entonces secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán, en los que se señala que Gutiérrez Barrios, para ese momento titular de la tenebrosa Dirección Federal de Seguridad, había rentado departamentos en la unidad Tlatelolco en los que se apostaron integrantes del tristemente célebre Batallón Olimpia, responsable del ataque a los militares que provocó la balacera y la matanza de los jóvenes.
El mismo Gutiérrez Barrios habría coordinado el operativo de Tlatelolco en el sitio, de acuerdo con esa versión. La llamada “guerra sucia” contra los grupos guerrilleros de la década de los 70 en México también figura en su “hoja de servicios” extraoficial.
Como muchos de los “hombres del sistema” de los años de la hegemonía absoluta del PRI, el policía convertido en político nunca aceptó responsabilidad alguna por los crímenes en los que estuvo implicado. Luego de que el Revolucionario Institucional perdió la Presidencia de la República por primera vez en el 2000, y al abrirse por primera vez de manera pública y abierta la discusión sobre la represión de 1968, Fernando Gutiérrez Barrios –quien era Senador de la República- se deslindó y recurrió al mismo subterfugio que el ex secretario de Gobernación Luis Echeverría Álvarez: fue el ex presidente Gustavo Díaz Ordaz quien asumió la carga completa de lo acontecido. Tres semanas después se anunció su muerte. Nadie vio su cadáver.
Gutiérrez Barrios fue gobernador de Veracruz durante dos años, los cuales bastaron para que la clase política priista local le prodigara una especie de veneración que hasta la fecha se mantiene. Escuelas, calles, auditorios y hasta un municipio llevan su nombre. Hay bustos suyos en varias ciudades de la entidad. El que está en Boca del Río -develado en el sexenio de Fidel Herrera Beltrán, su compañero de fórmula en las elecciones de 2000- fue pintarrajeado de azul en 2007, lo que provocó la ira de los priistas, que cada aniversario luctuoso le rinden homenajes como si realmente de un prócer se tratase. Sin duda alguna no lo fue.
La figura de Fernando Gutiérrez Barrios merece un juicio histórico severo, que lo desmitifique y lo coloque en su justa dimensión. Pero ¿por ello habría que desaparecer los vestigios de su paso por la historia del país y del estado? Definitivamente no. Eso sería un mero acto de efectismo, de corrección política inútil.
Nunca más debería llegar al poder alguien como Fernando Gutiérrez Barrios, o como Echeverría y Díaz Ordaz. Pero para ello es menester conservar la memoria. De lo contrario, se estará condenado a caer en los mismos yerros de un pasado que, como salido de ultratumba, de pronto se tornó angustiosamente actual.
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