Javier Peñalosa Castro
Los agoreros del apocalipsis que se desgarraron las vestiduras tras la confirmación de que se suspenderá la obra faraónica del aeropuerto en el lecho del Lago de Texcoco vieron frustrados sus intentos de mantener vivo el que veían ya como el negocio de sus vidas.
Finalmente, con el respaldo de la voluntad expresada por más de un millón de personas, se decidió poner fin a esta quimera del neoliberalato que buscaba, por una parte, “demostrar” al mundo que México estaba a la altura de las grandes potencias, al construir un aeropuerto en el lugar menos indicado para ello, y sin importar los costos de edificación y mantenimiento que suponía erigirlo sobre una de las superficies menos propicio para ello, con un altísimo grado de humedad y una enorme propensión al hundimiento, tal como lo han reconocido expertos en materia hidráulica como el mismísimo ex director de la Conagua, el panista José Luis Luege; y, por otra, cuajar un negocio de ensueño y apoderarse de uno de los últimos espacios urbanos de gran extensión que quedan en la Ciudad de México: el que dejaría libre el actual Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México tras ser inhabilitado para este uso urbano tras la concreción del de Texcoco.
Como bien lo apuntó el presidente electo Andrés Manuel López Obrador, los principales empresarios se hacían ya dueños de una nueva versión de Santa Fe, pero en el último espacio disponible al oriente de la metrópoli y uno de los que escasamente sobreviven en esta ciudad, que ha sido blanco de la voracidad insaciable de desarrolladores inmobiliarios y políticos que toleran sus trapacerías a cambio de dádivas y complicidades.
Esta caterva de beneficiarios del gobierno saliente se desgañitó hasta el límite de sus fuerzas para advertir que, junto con la decisión de suspender el millonario proyecto que se pretendía heredar al nuevo gobierno, vendría una catástrofe financiera de alcances insospechados que, por supuesto, incluiría una devaluación abrupta de la moneda, el desplome de los mercados financieros y la salida masiva de capitales extranjeros, temerosos del futuro de sus inversiones.
Sin duda, la alharaca logró que la moneda mexicana superara, por primera vez en algunos meses, los 20 pesos en su cotización frente al dólar, que la Bolsa bajara 4.1% en una jornada y que algunas firmas amagaran con bajar la calificación a instrumentos de inversión de México. Sin embargo, tal como lo anticipó López Obrador, se trató de movimientos coyunturales, y los indicadores mencionados han vuelto casi a su nivel, o lo harán en el transcurso de las próximas semanas.
Por supuesto, la influencia de estos personajes puede provocar daños mayores en el ámbito de los mercados financieros, que tienen, de suyo una marcada proclividad al “nerviosismo” y a las fluctuaciones cuando algo “no les parece. Sin embargo, un gobierno no puede ser permanentemente presa de este tipo de asechanzas; no puede ni debe ceder a sus chantajes y, menos aún, renunciar a sus prioridades en aras de mantener contenta a esta minoría rapaz, como bien la definió López Obrador en su momento.
El presidente electo y su equipo trabajan en estos días en pulir el Presupuesto de Egresos de la Federación para 2019. Este ejercicio será una prueba compleja para el próximo gobierno, pues tendrá que ingeniárselas para cubrir el servicio de la enorme deuda que hereda del peñato sin dejar de invertir en sus grandes prioridades: el programa de atención a “ninis”, la construcción de nuevas refinerías y el reacondicionamiento de las existentes y el mantenimiento de programas sociales para atender a los desposeídos y a los más vulnerables.
Dado que sus prioridades y las de los empresarios de ninguna manera son las mismas, podemos avizorar nuevas escaramuzas pobladas de amenazas por parte de quienes proclaman que su único interés en la vida es crear empleos, pero poco hacen por demostrarlo. También es de esperarse que los mercados financieros terminen por desoír sus interesadas advertencias.
Lo verdaderamente deseable es que estas personas realmente se dediquen a lo que, en teoría realmente saben hacer: a crear empresas, a producir los bienes y servicios que el país requiere, a generar riqueza y —sobre todo— a distribuirla de manera racional.