*La angustia que aquí se sufre es característica del ser del mexicano. No hay aguamaniles suficientes para que los políticos laven sus manos de la sangre o del rastro de la corrupción
Gregorio Ortega Molina
Como consecuencia inmediata del Covid-19 y la enfermedad política que se manifiesta en México, debí regresar a una lectura tóxica, pero necesaria. El concepto de angustia, donde Sören Kierkegaard advierte, desde el inicio, en el prólogo:
“Cada generación tiene su misión y no necesita hacer tan extraordinarios esfuerzos, que lo sea todo para la anterior y la siguiente. Cada individuo de una generación tiene, como cada día, su carga especial y bastante que hacer con preocuparse de sí mismo. ¿Por qué querer abrazar el presente entero con su preocupación dominante, o creer que inicia una era o una época con su libro -cuando no, según la última moda, con meras promesas solemnes, con amplias y seductoras indicaciones, con la absoluta garantía de una voluta dudosa?”
Lo que no hemos logrado asimilar, es que nuestra angustia está atada a nuestra humillación, a esa que nació con la Conquista y se manifestó en la encomienda, a la que los predicadores que llegaron con los asesinos le buscaron remedio a través del sincretismo y en la imagen consoladora de la señora de Guadalupe. Violada la Malinche, creyeron oportuno dotarnos de una madre virgen y protectora. En esta nación el que no es católico o de diferente denominación cristiana, es hijo de la señora del Tepeyac. “Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre”.
Si el concepto de angustia en Kierkegaard nace amarrado a la percepción, a la idea del pecado original, aquí tiene otra fuente, que lo mismo está detrás de El ser del mexicano que de El laberinto de la soledad y esos rituales políticos que siempre concluyen en el sacrificio de las mayorías.
La imagen de los escenarios en los que se mueve el tlatoani, está perfectamente descrita en La sombra del caudillo, El Ulises criollo, El gesticulador, Noticias del Imperio… nos habían dejado con la ilusión de un emperador bonito, pero fue sustituida por la esfinge de Benito Juárez, el brazo podrido de Álvaro Obregón, la rudeza innecesaria de Plutarco Elías Calles, la guerra civil entre narcotraficantes mexicanos y civiles que no tienen ni en que caerse muertos, el todo cubierto por el manto de la impunidad, que es la peor de las corrupciones y sucede que es la que nadie combate, verdad Manuel Bartlett.
Pero nos negamos a entender que la historia somos nosotros, se escribe con nuestras acciones diarias, con la suma de muertos en la cama y conectados a respiradores (si alcanzan) más los acribillados en las calles o en los campos de adormidera, o los comprados directamente en sus escaños y curules, porque ellos también cuentan, pues a pesar de ser muertos políticos, dejan el rastro de lo que hicieron en contra de sus propios hijos, porque al caminar las 30 monedas tintinean en sus bolsas.
La angustia que aquí se sufre es característica del ser del mexicano. No hay aguamaniles suficientes para que los políticos laven sus manos de la sangre o del rastro de la corrupción.
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@OrtegaGregorio