Desde Filomeno Mata 8
Por Mouris Salloum George
Cuando la suplantación desplaza a la realidad, la simulación se entroniza; amenaza con ser el mal del nuevo siglo: la percepción sustituye a la eficacia, la retórica se adueña del significado, las metonimias sin fin encabezan todas las aparentes luchas contra las necesidades, cuando lo que importa es publicitar todas las mercancías.
Los “fusibles” en todo sistema son extravagantemente leales, grotescamente aduladores, como una táctica para perdurar en el gran circo de la simulación. La gran masa de sus operadores se apega a las conductas; Randolph Hearst –el diseñador de la prensa amarilla–, lo resumió en una sola frase: ” lo importante es vender el periódico, no decir la verdad”.
Son predestinados que se benefician de los circuitos de influencia, de las redes clientelares, de los mecanismos de extorsión y chantaje, de las prácticas de corrupción sin tope; los predestinados no pueden tener escrúpulos, mucho menos cuando son descubiertos. El simulador llega a diferenciar los distintos escenarios con alguna sutileza. Tiene un discurso distinto para cada ocasión; busca agradar con distintas y contradictorias respuestas . Él es el despropósito encarnado, se compara con un gran tejedor, aunque no sepa que su tejido acaba pareciendo un embrollo.
Piensa que los que no se dan cuenta de sus sacrificios son los mortales, porque no tienen el privilegio de su perspectiva, de alcanzar varios panoramas. Por eso dice que todo depende de cómo se mire, de cuál escenario se trata; si no le aplauden para todos tiene, sólo hay que escoger. Él es el gran sacrificado, su renuncia a la vida privada sólo es para justificar breves lapsos marginales, donde tampoco deja de gesticular y actuar. Donde vaya, ante quién esté, nunca deja de ser un actor mediocre; su propia apariencia también suplanta a la realidad.
El simulador de nuestro tiempo es taimado por naturaleza; le gusta publicitarse en los sistemas impresos y radioeléctricos cual pensativo, como reflexivo, mostrarse como sabio, como alguien que se detiene a meditar antes de tomar la gran decisión o alguna palabra de aliento. Cuando no obtiene el eco, se escuda en el golpe de la fuerza. Otras veces prefiere amenazar, mostrarse como un castigador, ser inflexible, manifestar su determinación implacable, fustigar al que no obedece, o a quién ha abandonado algunos milímetros la línea inmarcesible. En su cabeza sólo cabe un proyecto de vida: el suyo.
Siempre existirá a la mano una verdad superior; si no es la razón de Estado, es la necesidad impostergable del desarrollo, una estrategia histórica o una jugada geopolítica elaborada para articular el gran jalón. Todos los simuladores se vuelven estadistas y nada más deben comparecer ante el tribunal de la historia, un tribunal que –por cierto–, no tiene tiempo para ocuparse de seres menores.
Cuando un personaje sin mayores atributos se ve sometido –puesto a prueba en las altas atmósferas del poder–, se desencadena algo fisiológico, convirtiéndolo en alguien que disfruta del deseo de dominio, por la obsesión misma; la dominación lo aleja de los mortales, y lo acerca a los dioses chuscos. “Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad… si no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto, sin criminal, motivación, ni huellas”, escribió Jean Baudrillard. El libreto es este: toca a usted, amable lector, ponerle el reparo, los guiones y hasta los desenlaces y finales posibles.
Al fin y al cabo, la simulación tiende a ser el mal del nuevo siglo.
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.