* Fue en la subsecretaría de Gobernación donde conocí al verdadero Javier Wimer, quien tarde en las noches cuando me llevaba a casa después de largas jornadas, o en la sobremesa de comidas a las que me incluía a pesar de ser su subordinado, me orientó sobre lecturas que debía rehacer o iniciar, o alimentó mi comprensión de lo leído por discurrir sobre las novedades literarias, enfatizando para que fuera yo quien escuchara
Gregorio Ortega Molina
La amistad es un sentimiento cristiano. Carece de adjetivos. Se es, o no, amigo. Lo comprendí después de algunos años de ser secretario particular de Javier Wimer Zambrano. Falleció en 2009. Su viuda, Angelina “Nenuca” del Valle, se fue apenas el último 17 de abril.
Conocí a Javier en 1972, pero sólo fue hasta 1981 que me invitó a colaborar con él. Antes, lo visité en sus oficinas del Consejo Nacional de Cultura y Recreación de los Trabajadores, en las de Nueva Política, publicación dirigida por él y en la que se editaron estudios, análisis, opiniones sobre un mismo tema, hasta agotarlo. Lo mismo reunió la pluma de Ted Kennedy con la de Gregorio Selser; la de Julio Cortázar, Susan Sontag, Emilio Uranga, Eduardo Galeano; la de Miguel Wionczek con la de Alfonso García Robles. Tuvo la habilidad de unir en las mismas páginas a quienes no podían encontrarse por sus antagonismos éticos, políticos o filosóficos.
Cuando lo nombraron subsecretario de Comunicación de la secretaría de Gobernación, me invitó a sumarme como su secretario particular, y a algo más: aprender de esos secretos de la vida y los libros que únicamente se encuentran a través de la amistad.
Para motivarme a la lectura de La vida de Jesús de Ernest Renan y de Eros y Tánatos de Norman O. Brown, primero me contaba de cómo él llegó a interesarse por ellos gracias a los hermanos Vázquez Colmenares. Lo mismo me conminó a incursionar en las paginas de La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, que en las de Palinuro de México, de Fernando del Paso, o leer con otros ojos a Gabriel García Márquez, a quien me presentó.
Motivó mi reencuentro con afectos que tuve preteridos; conversar con Emilio Uranga y Oswaldo Díaz Ruanova. Le disgustaba que publicara tan pronto mis textos: “Déjalos madurar”, me insistió hasta que constató que me dejé vencer por las prisas. Ahora que ya se fue, me pregunto para qué tanto correr, si todos vamos al mismo lugar.
A las semanas de que falleció envié a “Nenuca” la carta que comparto con ustedes, sin “quitar ni una coma”. Va:
“Javier Wimer siempre fue más un hombre de letras que un amanuense del poder; tuvo la suerte de estar en su periferia hasta que llegó a la presidencia de la República Miguel de la Madrid Hurtado, quien en un luminoso acierto lo invitó a ser subsecretario de Gobernación encargado de la relación con los medios y responsable de dar articulación coherente a la difusión del gobierno federal.
Pero, como se le dijo él mismo al presidente de la Madrid: “Miguel, tienes tendencia a escuchar más del lado derecho que del izquierdo; eres más criollo que mestizo”, palabras que se sumaron a las abundantes quejas de Manuel Bartlett, quien quiso hacer de su subsecretario un “negro” dedicado a conceptualizarle y construirle una ideología y un discurso para dar cauce a sus pretensiones presidenciales, a lo que Javier Wimer se negó desde el dos de diciembre de 1982. Ese día supo que su permanencia en Gobernación no sería larga, pero decidió quedarse lo que allí debiera estar, pues su nombramiento obedecía a una decisión presidencial, mientras que la duración de su encargo dependería de la fuerza del capricho de Bartlett, de la manera de cultivarle insidias por el oído derecho del presidente de la República.
“A pesar, o quizá por no contar con el apoyo del secretario de Gobernación, Wimer citó en su despacho a Emilio Azcárraga Milmo, a quien allí convenció de bajar de la parrilla de programación la lucha libre; desde sus oficinas aseguró la cohesión y la nómina de unomásuno hasta que la escisión fue necesaria para renovar al periodismo nacional desde La Jornada, a cuya consolidación colaboró a través de Carlos Payán.
“Fue en la subsecretaría de Gobernación donde conocí al verdadero Javier Wimer, quien tarde en las noches cuando me llevaba a casa después de largas jornadas, o en la sobremesa de comidas a las que me incluía a pesar de ser su subordinado, me orientó sobre lecturas que debía rehacer o iniciar, o alimentó mi comprensión de lo leído por discurrir sobre las novedades literarias, enfatizando para que fuera yo quien escuchara.
“A los 21 meses de embates de Manuel Bartlett, Wimer fue encaminado a la Asesoría para Asuntos Especiales de la Presidencia de la República, primero, y a los dos meses a la dirección general de la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito, desde donde combatió la corrupción de los editores y de los directores de periódicos empresarios. Ganó juicios mercantiles a Excélsior y a Novedades.
“En la Comisión renovó las portadas de los libros de texto, por medio de una convocatoria a los mejores pintores de México. Fue tan importante la respuesta que mereció una exposición de la obra entregada al Gobierno Federal en el Palacio de Bellas Artes. Su tarea más importante allí, fue salvar a la institución de la ola privatizadora durante los gobiernos de Miguel de la Madrid Hurtado y Carlos Salinas de Gortari.
En una de esas noches en que Javier decidía quedarse a trabajar, lo sorprendí, literalmente lo sorprendí dedicado a una ardua traducción de Saint John Perse. Estaba soltando la mano para favorecer su propia reflexión y el impulso creador que siempre estaba al acecho en cada una de las tareas administrativas, editoriales y literarias que emprendió.
“Nenuca”, todo lo anterior me lo trajo a la memoria la lectura de los textos de Javier que tan acertadamente has decidido reunir, porque son espléndidos, aleccionadores de momentos históricos que marcan el ser mexicano, de personas que contribuyeron a enriquecer culturalmente a América, de lecturas que deben rehacerse; sin embargo, tengo una observación importante que hacer.
“Salvo los escritos referentes a ciertas semblanzas, a los contemporáneos y a libros o escritores que lo inquietaron intelectualmente, los textos por ti elegidos nos refieren a su desempeño profesional en la administración pública, pero ese Javier Wimer que se descubre en El síndrome de lo perdido, en los fragmentos que con tanto amor y dedicación prepararon Renata, Victoria, Marilina y tú para el homenaje celebrado en la Escuela Nacional Preparatoria, permanece oculto, y es de una gran importancia recuperar ese cuerpo literario, ordenarlo e incluirlo en el libro que estás preparando, porque no sería recordarlo completo, en su totalidad, si permitimos que se pierdan esos desplantes de genio literario que no todos los que admiramos y queremos a Javier conocemos en su totalidad”.
Ahora que también se fue “Nenuca”, el pesar regresó.
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