Joel Hernández Santiago
Todos –o casi todos- en el mundo, estamos atentos y temerosos de lo que ocurre en dos países lejanos al nuestro pero cuyo estado de guerra impacta ya en México en lo económico y podría llegar a extremos aquí mismo. Ojalá no.
El gobierno ruso de Vladimir Putin invadió a Ucrania y le hace la guerra. Y causa daños y destrozos en este país. Y la muerte de muchos. El sufrimiento y el dolor de tantos. Sobre todo de gente inocente. Y aunque su presidente Volodímir Zelenski pide el auxilio mundial, al final parece estar sólo en esta batalla injusta y desigual y cuyos resultados serán fatales para todos.
El gobierno ruso se encima a un país pequeño que vivía en paz pero que fue parte de la Unión Soviética y el cual hoy tiene el infortunio de ser vecino de uno de los países más poderosos del planeta.
Al término de la Unión Soviética en diciembre de 1991, distintas repúblicas que la integraban adquirieron su propio gobierno y soberanía. Hoy, después de muchos años, Putin quiere recuperar el territorio de Ucrania y argumenta de forma engañosa su militarización, ‘neonazismo’, riesgo para la seguridad nacional de su país por su ubicación estratégica y por sus recursos; pero sobre todo argumenta los guiños de esta nación soberana a Europa y, en particular, a la OTAN.
Y a diferencia de las dos grandes guerras del siglo XIX y las muchas ocurridas luego en regiones específicas, el conflicto entre Rusia y Ucrania hoy está a la vista minuto a minuto gracias a los medios de comunicación, al internet y las redes sociales: todo como si se estuviera ahí, como si estuviéramos en medio de la tragedia ucraniana. La vemos y la sentimos y nos duele y nos agobia.
La guerra, señores, es cosa muy seria. Grave. Peligrosa. Dañina. Mortal. La guerra es el momento demencial en el que la confrontación importa más que sus resultados, que siempre son fatales para los involucrados, pero sobre todo para la población civil que paga el precio de las ambiciones, de los impulsos enloquecidos de jefes de gobierno irracionales y desmemoriados.
Y peor aún: Con el advenimiento de las armas nucleares, el concepto de guerra total, tiene la posibilidad de la aniquilación global. ¿Alguien puede parar esta locura?
Se les olvida que las conflagraciones pueden salírseles de las manos y extenderse a regiones y países que se ven asimismo amenazados o tienen intereses estratégicos, políticos, geopolíticos y de alianzas internacionales. Y así dicho parece tan sólo tinta sobre papel, pero es más que esto es, sobre todo, la vida y la muerte; la devastación y el infortunio para muchos; el cambio de ruta hacia terrenos insospechados y dañinos…
Las cifras dibujan los hechos; pero las tragedias humanas corresponden a cada uno en cada lugar y tiempo. Y son imborrables. Una vez ocurrida la guerra ya nada es igual para nadie ahí.
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue una de las guerras más destructivas del siglo XX. Como consecuencia murieron casi diez millones de soldados de los distintos países involucrados y millones de civiles; cifra que supera en mucho la suma de las muertes de todas las guerras de los cien años anteriores. Se calcula que 21 millones de hombres fueron heridos en combate. Y los daños fueron millonarios y con frecuencia irreparables.
La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue la de mayor dimensión en la historia de la humanidad. Se desarrolló en todos los continentes del planeta y enfrentó a numerosos países organizados en dos bandos. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la entonces Unión Soviética, que formaron el bloque de Los Aliados contra Alemania, Italia y Japón, denominados como el “Eje”. Esta guerra se saldó con la derrota del Eje y causó la muerte de entre 55 y 60 millones de seres humanos.
Pero nada de esto parece detener a quienes ya vivieron la catástrofe bélica. Nada impide que predomine en dirigentes de gobierno la arrogancia, el orgullo, la confrontación por sí misma, el ánimo destructor e indiferente de la vida de millones. Nada ni nadie los contiene. Están ahí, enfrentando, al acecho, dibujando nuevas figuras geopolíticas. La sangre no les dice nada.
El gobierno de México tardó en declarar que lo que hace Rusia es una invasión injusta. Fue hasta el 24 de febrero cuando el canciller Marcelo Ebrard declaró que el gobierno de México condena la invasión militar de Rusia a Ucrania y rechazó el uso de la fuerza en el conflicto en aquella región de Europa del Este: “México condena enérgicamente esta invasión y llama al cese al fuego inmediato que permita una salida diplomática, que proteja a la población y evite sufrimiento”, dijo.
El Senado de la República, cuya tarea es atender asuntos de política exterior y hoy de mayoría Morenista, tardó tres días a la espera de la señal superior para manifestarse en contra de la invasión rusa a Ucrania.
La situación es grave. No cabe el menosprecio a lo que ocurre y lo que podría ocurrir. El gobierno de México debe estar atento a los avances de la situación y sí, participar desde el Consejo de Seguridad y desde los foros mundiales y nacionales indispensables para impulsar el diálogo, la negociación y la paz.
Una paz que merecemos todos luego de la lucha con la pandemia que aún persiste y luego de nuestras propias tragedias internas y sangrientas que parecen interminables. La paz internacional, pero también la paz nacional: Eso es lo que debe impulsar el gobierno de México. Y es urgente.