Luis Farías Mackey
La enseñanza pasó de Tula a Teotihuacán y, finalmente, a Tenochtitlan. Venía de tiempos remotos, cuando Quetzacoatl reinó en Tula: el sabio —enseñó— es luz, una tea gruesa que no ahúma; un maestro de la verdad. Aquel que abre los oídos al hombre y aplica luz sobre el mundo. El sabio fija las cosas, regula el camino, dispone y ordena. Conforta el corazón, consuela a la gente, ayuda, remedia; a todos cura.
El sabio era a la vez un espejo horadado por ambos lados y quien pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos; hace que en ellos aparezca una cara, es decir, una individualización (personalidad) que los distingue del rebaño. El espejo horadado aludía al Tlachialoni, cetro que portan los dioses y lleva un espejo horadado en la punta como mirador para “una visión concentrada del mundo y de las cosas humanas”. Una forma de fijar la vista y la comprensión. Pero a la vez, un espejo que da rostro, que hace surgir una cara que identifica y distingue. Textualmente teixtlamachtiani quiere decir “el que enriquece o comunica algo a los rostros de los otros”.
Quetzacoatl lo sabía en sangre propia: su lucha eterna era contra los no sabios y su obscuridad. Contra la vanagloria y la vanidad; la jactancia e inflación; los amantes de las sombras; hechiceros que extravían a la gente, que hacen volver el rostro, que encubren las cosas, las hacen difíciles; quienes meten en dificultades y destruyen; quienes siempre, misteriosamente, acaban con todo.
Sí, siempre ha sido y será, mientras los ciclos solares rijan el firmamento: frente a la tea que no ahúma, se levantaba el otro espejo, un espejo oscuro del que brota un humo que ennegrece el mundo en tinieblas y sombras; espejo de obsidiana: el espejo negro de Tezcatlipoca. Deidad prehispánica que habita todo lugar —cielos, tierra e infiernos (Mictlán)—, pero que en la tierra mueve a guerras, discordias y enemistades. Un dios más de la guerra, pero no para hacer triunfar en ella, sino para implantarla sobre los hombres.
Dios del viento nocturno, del norte, de donde soplan los alientos helados. Un dios asociado a deidades de la muerte, la maldad y la destrucción. Dios de la oscuridad y la ignorancia, que destruye el saber, prohíbe el pensamiento, ahúma el entendimiento.
Tezcatlipoca era el guerrero del Mictlán, que primero luchó contra Quetzalcoatl y luego con Huitzilopochtli, quien —ciclos solares después— había hecho surgir el sol y era defensor de hombres y vida.
Una curiosa y oportuna casualidad: a Tezcatlipoca se le representaba como tigre. Miguel León Portilla nos dice que Tezcatlipoca “se hacia tigre”. Nosotros podríamos decir, con la autoridad que da la experiencia, que sí: la figura de tigre se sigue utilizando como investidura para espantar a rebaños en busca de mesías.
El jeroglífico de Tezcatlipoca era un espejo de obsidiana del que brota humo negro, donde la obsidiana es la piedra del sacrificio y el humo la ofrenda en sangre sacrificada a los dioses.
En los abismos del tiempo, Quetzalcoatl y Tezcatlipoca lucharon cósmicamente en la sucesión cíclica de los soles. Quetzalcoatl, en Tula, se opuso a la piedra de los sacrificios y a las ofrendas con la sangre de otro: “Nadie —enseñó— tiene derecho a derramar más sangre que la propia (…) Aquí está mi sangre. Yo te la doy, pueblo que dudas, para que no se sacrifiquen más hermanos —dijo. Y se abrió las heridas que empezaron a manar hasta hacer manchas obscuras en la tierra. ‘Esa es mi sangre, la derramo por mi propia voluntad para que no se vierta la ajena’ (…) ‘Que no se no se cauce más dolor que el que se acepte: que no derrame más sangre, que la propia’ (…), ‘porque no es sangre lo que pide Dios. Es el mérito el que aprecia’ (…) ‘Dios no es un vampiro. Alimenta su júbilo con el mérito de los hombres. Es el mérito el que teje la luz superior en las esferas'” (Quetzalcoatl, López Portillo).
Pero mientras así enseñaba, “en las viejas cuevas del norte, donde crecen las espinas y soplan los vientos helados, los brujos preparan su regreso a Tula, a la que volverán cincuenta y dos años después de que llegara a estas tierras Quetzalcoatl”. El ciclo solar prehispánico de Quetzalcoatl llegaría a su fin y con el brillaría de nuevo el sol de obsidiana de Tezcatlipoca, y el hombre dejaría de ser sujeto de la creación para volver a ser sustento de ella. “En el corazón de Tula, un tigre vivía agazapado, y pronto le devoraría las entrañas” (Íbidem).
Y ese sol murió, todos los fuegos se apagaron en el mundo. Un nuevo sol nació en el horizonte. Quetzalcoatl se perdía sobre un madero en el ancho mar. Prometía volver.
Los sacerdotes de Tezcatlipoca repetían todas y cada mañana: “Se desmoronaron vuestros dioses. Sin esperanzas los adorásteis” (Chilam Balam). Y así llegaron tiempos y ciclos solares en que una madre lloró lágrimas nocturnas por las calles de la gran Tenochtitlán —como hoy, todas, las riegan en México todo: ¡Ay, hijitas e hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!, ¿a dónde os llevaré?; lamento y presagio que en aquel entonces se hizo verbo en Moctecuhzoma: “¡Vulnerado de muerte está mi corazón! ¡Cual si estuviera sumergido en chile, mucho me angustia, mucho arde!” (Sahagún).
Y así, en el círculo eterno de los soles, en el que la serpiente emplumada se muerde la cola, el Mictlán se hizo hoy de nuevo gobierno en México y cuchillo de pedernal sangrante y humareda de tinieblas: sol de obsidiana y humareda. Todo es tiniebla y sordidez. Tezcatlipoca se vistió otra vez de tigre y los hombres lloraron cual mujeres; la guerra se hizo triunfo, discordia, enemistad y régimen. Los hijos del sol degeneraron en mascotas que comen de la mano de su dueño y México se pobló de piedras de sacrificios hechas pacíficos paredones para saciar la voracidad del nuevo Tezcatlipoca con la sangre de los traidores.
Como Moctecuhzoma, los mexicanos creyeron que regresaba Quetzalcoatl a tomar de nuevo su trono y a imponer el esfuerzo propio sobre el sacrificio ajeno, el mérito sobre culpa, la fraternidad sobre la guerra, el orden por sobre el caos. Temerosos conjeturaron que el tigre se había soltado, cuando solo se esparcieron sombras pasajeras que huyen a toda luz y se esparcen con el aliento de verdad.
Hoy nuestra herencia es “una red de agujeros” (Anónimo de Tlaltelolco).
Buscamos nuestro rostro en el espejo de obsidiana y nuestro reflejo es solo humo.
El pueblo del Sol vive en las tinieblas de la muerte que de sangre cubre un México en llanto.
Hasta que despierte.