El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
Alfredo y Toto en acción, (1988).
Ciudad de México, sábado 21 de mayo, 2022. – Hace unas semanas pasaron por el canal de TV Europa-Europa la película de Giuseppe Tornatore, Nuevo Cinema Paradiso (1988), una historia que seguramente conocen y por eso saben que es todo un tratado sobre la nostalgia. Está hecha con un reparto inolvidable: Alfredo, el cácaro (Felipe Noiret) y Toto, de niño, con Salvatore Cascio, quien ese año ganó el premio BAFTA al mejor actor de reparto.
Hacía treinta y cuatro años que la vimos en el cine Bella Época ese que estaba en Tacubaya, incapaces de evitar la catarsis cuando, al final, sollozábamos inconteniblemente sin poder ocultarlo, al tiempo que le sacábamos la vuelta a los conocidos.
Cada quien su Cinema Paradiso, es decir, ese lugar en donde nos sentimos como los que asistieron al entierro de Alfredo, el cácaro encantador, como vino Toto de Roma, peinando canas, hecho todo un director de cine (Jacques Perrin), junto con otros que habíamos visto en los 40’s, incluido, el loquito del pueblo. Se nos apachurró el corazón cuando vimos cómo estaba abandonado el Cinema Paradiso, el día antes que lo demolieran de golpe y porrazo, marcando el fin de una época y, por supuesto, de una juventud feliz.
En mi caso, el equivalente fue el rancho Santa Bárbara, un rancho de la familia de mi padre que heredaron del abuelo José Ana Casillas —guapo como los rancheros de los Altos de Jalisco—, una vez que había perdido parte de su Hacienda, pero que alcanzó a heredar este rancho de temporal con unas 50 hectáreas y una casona de primera, así como, su casa en Tepa a espaldas de la Parroquia. Los herederos fueron sus hijas Anita y Raquel y dos de sus hijos, José Luis, mi padre y el tío Jesús, entre los siete hijos que tuvo el abuelo José Ana con María Cruz.
El rancho estaba a unos quince kilómetros de Tepa. Ahí íbamos de vacaciones en invierno mientras vivíamos en México y, desde 1952, cuando nos mudamos a Guadalajara, el mes de agosto con la familia.
El baño (WC) estaba en uno de los torreones de la casa, así que, había que cruzar el patio, subir por una oscura escalera de caracol hasta llegar al tope donde había lugar para que dos personas se pudieran aliviar al mismo tiempo. Aprovechando que no nos veían, un día acompañado por uno de mis primos, fumábamos un Farito, que se lo tomábamos a escondidas a mi tía Raquel para darle el golpe y sacar el humo que, entre otras cosas, nos sentíamos mayores.
Comíamos de todo: frijoles fritos en manteca, pastel de elote que hacía la tía Aurora; tortillas a mano, todo eso que nos venía tan bien en el invierno, cuando hacía un frío que pelaba, como ese día que vi a uno de los chiquillos del administrador temprano por la mañana cuando temblaba sin camisa con los primeros rayos de sol y cuando le pregunté, ¿por qué estaba así?, me contestó que “para que se fuera curtiendo”.
Salía a caminar con un perro del rancho que me adoptaba como su alfa patrón. Le dábamos la vuelta a los hormigueros y le contaba mis fantasías. Por la tarde, se rezaba el rosario en la sala y, si nos daba la risa tonta, salíamos corriendo para desahogarnos. Si llovía y el cielo retumbaba con sus rayos y centellas, las tías corrían para encender el cirio, decir unas letanías y evitar que nos cayera uno encima.
Un día, ya mayor, regresando a México en coche con mi hermano Andrés, se nos ocurrió pasar por el rancho: mudos, vimos cómo estaba abandonada la casa, los techos cayéndose, el patio inundado con yerbas por todos lados, el pozo seco y el polvo que se acomodaba en las mangas de la camisa. Hace poco me dijo mi primo Alejandro que ya habían demolido la casona, de tal manera que ya no queda huella alguna de Santa Bárbara, sólo uno que otro recuerdo y esa catarsis que bien colmó algunas grietas de mi alma.