Luis Farías Mackey
“Un aburrimiento profundo se mueve de un lado a otro de los abismos de la existencia como una niebla silente”, oímos decir a Hiedegger, mientras Sartre se pregunta qué es la existencia y concluye que nada, “tan solo una forma vacía”.
Pero el aburrimiento y el vacío que, como ellos, hoy compartimos, no son hijos del desinterés, sino de la apatridia (Hiedegger). Un buen día, de golpe, nos hallamos sumergidos en el extravío y ostracismo, con una nostalgia insoslayable por la patria perdida por la extranjería en tierra propia.
Nuestro aburrimiento no es más que el descarrío dentro de nosotros mismos. Nos hemos perdido.
Y si me preguntaran por mi estado anímico, diría que es de náusea y vacío… ¡afortunadamente!, porque esa sensación es la previa a todo pensamiento.
¿Qué hay antes del pensamiento? Para pensar debe haber primero algo que pensar. En principio se diría que no se puede pensar lo que se desconoce, pero es al contrario, solo aquello que se desconoce puede convertirse en pensamiento, de otra suerte sería memoria, no pensamiento. Los Tainos que vieron llegar las carabelas de Colón no sabían qué pensar, nunca había vista nada igual; incluso hay quien sostiene que sus ojos ni siquiera las alcanzaban a ver porque eran algo que no estaba en su lenguaje visual. También se dice que en el principio era el verbo; pero no pudo ser, porque para versar es necesario primero mentar (pensar), y para pensar lo versado, un algo que pudiese pensarse y mentarse fue antes necesario.
Todo pensamiento es precedido por un estado prefilosófico y prerreflexivo, por un furor enajenante; por un estar fuera sí, por un éx—stasis: un no estar. Entonces, nos dice Nietzsche, nos percatamos que no somos “más que una mera encarnación, un mero portavoz, un mero médium de fuerzas poderosísimas”, un instrumento en el que, “de repente, con seguridad y precisión indecibles, se hace visible y audible algo, se hace audible algo que lo conmueve y trastorna a uno en lo más profundo (…) Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién es el que da; un pensamiento brota fulgurante como un rayo, con necesidad, sin titubeos en cuanto a su forma (…) Un arrebato, cuya tremenda tensión se desarrolla a veces en un torrente de lágrimas, en el que tan pronto se precipita el paso, sin querer, como se ralentiza; un completo estar—fuera—de—sí, con la más nítida conciencia de una infinidad de delicados temblores y estremecimientos que llegan hasta los dedos de los pies; un abismo de felicidad, en el que lo más doloroso y sombrío no opera como antítesis, sino como algo requerido, exigido, como un color necesario dentro de semejante sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmicas que abraza un amplio espacio de formas — la longitud, la necesidad de un ritmo amplio vienen a ser la medida de la pujanza de la inspiración, una especie de compensación a su presión y a su tensión… Todo ello ocurre en forma involuntaria, como llevados en un torbellino de sentimientos de libertad, de absolutez, de poder, de divinidad…”
Pablo de Tarso —Saulo en judío, que significa “el invocado”, “el llamado”—, perseguía cristianos cuando camino a Damasco “le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ El respondió: ‘¿Quién eres, Señor?’ Y él: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer’. Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Le llevaron de la mano y le hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber”.
Y es que “detrás de todo pensamiento se esconde un arrebato pasional”: no es aún conocimiento, pero es algo que nos grita sin palabras ni conceptos desde dentro con una fuerza que arrasa todo a su paso; que nos lanza más allá de nosotros en una necesidad imperiosa por lo desconocido y lo distante, y aún así ya deseado. Por eso se dice que el pensamiento se abre como una herida, de hecho, debiera ser femenino: “la pensamienta”, porque se abre y recibe con el dolor del afuera adentro. Sí, el pensamiento es algo que se engendra. Pensar es abrirse a lo existente desde sí: perseverarse en sí fuera de sí. Para Byung—Chul Han es respirar “el aura del ser”, pensar más de lo que se piensa, pensar lo jamás pensado, inaugurar un tiempo inédito. Por eso Hiedegger dice que se “tiene que pensar contra sí mismo”, porque todo crear destruye, para crear dentro de nosotros tenemos que dejar de ser lo que ya éramos, arriesgarnos fuera de lo patrio con anhelo de reencontrar fuera la casa que extraviamos en nuestro interior.
Quien piensa lo hace desde sí pero fuera de sí, ex—stasiado, sin registro del adentro y del afuera, quien piensa se aviene al don de lo pensado, se transfigura. Tal es la mirada del niño que se sorprende ante todo y con ella quiere tragarse el mundo en su infinito.
Por eso, Hiedegger sostiene que para pensar es necesario perdernos en el laberinto del corazón. Los Beatles lo presintieron al decir que cuando el pensamiento no puede hablar, solo puede cantar el corazón (Julia), porque antes de comprender hay que ser conmovido: “Hemos definido el filosofar como un preguntar que comprende a partir de una emoción esencial de la existencia. Pero esta emoción solo es posible desde un estado de ánimo fundamental de la existencia” (Hidegger). Pensar es un padecimiento, un estado de ánimo fundamental, una sensación total: un arrebato.
El pensar expresa una sensación total en lo más profundo del ser. Al pensar buscamos a ciegas y urgidos por un ímpetu irresistible lo que ningún concepto y palabra alcanzan. Por eso Foucault encuentra tan cercana la locura a la genialidad y Nietzsche perdió la razón queriendo pensar desde una perspectiva no limitada por lo humano.
Lo que precede al pensamiento es un estado de ánimo que “nos templa a fondo”, porque partimos de la sensación de haber extraviado nuestro auténtico yo y al auténtico otro. Esa orfandad nos inunda con su nada, nos desnuda y excita a resolvernos en existencia e identidad. El aburrimiento es el padre de la resolución por el anhelo del don de lo distinto, de lo lejano, de lo desconocido; de todo aquello que no soy pero que aspiro a ser hastiado en la náusea de ya no ser yo mismo.
Tal es nuestro caso hoy como Nación y sociedad, hemos emigrado sin movernos de ella a la apatridia. Pero, esta náusea que nos carcome, este vacío y desencuentro, es el murmullo de las capas telúricas dentro de nosotros que precede a la erupción de un nuevo pensamiento de México. Uno de y para todos. Sin desencuentros, sin rijosidades, sin mentiras.
En lo más incomunicable de nuestro ser, de un lado a otro de los abismos de la existencia, como una niebla silente, el alma de México conversa en busca de su regreso a casa.
¡Qué viva México!