Luis Farías Mackey
Solemos confundir cotidianeidad con normalidad; lo diario, lo correspondiente a todos los días, el relato de lo que se sucede día con día, con lo que se halla en su estado natural, lo que sirve de norma o regla.
Déjenme ponerlo de esta manera: lo que hace al órgano es la función, pero si por descuido, abulia o vicio pervertimos la función del órgano, éste se atrofia y termina por ya no cumplir debidamente su función o, incluso, hacer su contraria.
Que las cosas se sucedan cotidianamente no quiere decir que sean normales; pueden ser consuetudinarias y anormales hasta la locura. Para un adicto su cotidianeidad es drogarse hasta morir, sin que por ello le sea sano, benéfico y normal a él y a su entorno cercano. Un loquito puede comportarse delirantemente todos los días, pero ello no lo hace normal para con los otros, la sociedad y aquello que entendemos por salud.
Las guerras se suceden con asiduidad histórica, sin que por ello sean el estado natural del hombre. Lo primero que muere en las guerras es la humanidad en el comportamiento de los hombres y mujeres. Primo Verdad lo analiza y narra magistralmente en sus obras: con la guerra se pierde la convivencia, la solidaridad, la comunidad, la confianza, la conmiseración; el otro deja de ser prójimo y próximo para ser enemigo; ya no se convive, se sobrevive; no hay superación sino subsistencia; no hay colaboración y ayuda, sino abstención y perjuicio; no media confianza, sino recelo y suspicacia. Los lazos comunitarios, la civilidad, la dignidad, la autoestima, la salud, bueno, hasta la forma de ver la vida se pierde. La sociedad toda entra en un estado de atrofia, enfermedad y decrepitud.
Pues bien, México vive en una cotidianeidad anormal que no alcanzamos a ver por sernos tan cercana y presente.
Hace algunos años Silva Herzog Márquez escribió un gran texto sobre el derecho al pasmo, sostenía que ante el tráfago desbocado de aconteceres hemos perdido nuestra capacidad de asombro y de espanto, la suspensión “normal” de la razón y el discurso para dar tiempo a la reflexión, es decir a la toma de conciencia. En otras palabras, de saber que se sabemos y qué se sabemos.
Hoy vemos como normal la anormalidad más aberrante sin reparar, siquiera, en su paso, ya no en su monstruosidad: la pluralidad propia del género humano —para engendrar se requiere la unión de los opuestos— se sataniza y persigue como traición a la patria; el libre pensamiento, expresión y organización social como atentado a la única transformación posible; la polarización como justificación gubernamental. La libertad como peligro al único designio permitido.
Crecí en un México de partido hegemónico donde a los congresistas se les llamaba “levantadedos”, pero jamás vimos a una mayoría parlamentaria ostentar su ser y hacer en el hecho de “estar con”, reduciendo su mandato y desempeño político a un estado de postración, abyección e indignidad. Jamás presidente alguno, en el cenit de su locura, se atrevió a ordenar públicamente no cambiar a sus iniciativas ni una coma, a criticar y exhibir a sus opositores por ejercer la representación política otorgada —como la suya— en las urnas.
Jamás vimos utilizar la procuración de justicia y el cargo de gobernante para doblar, violentando hasta la ley de la gravedad, al dirigente de un partido (Sansores y Sales contra Alito), al que una vez rendido se le exime de toda responsabilidad y hasta se le encomia su ignominia.
Jamás vimos la afrentosa presión, chantaje, amenazas, compra y perversión del Ejecutivo contra diputados, senadores y partidos políticos que, independientemente de sus dirigencias, son organizaciones ciudadana de participación política en ejercicio de derechos y libertades políticos.
Y todo ello en un mascarada más para distraer la atención ciudadana del rotundo fracaso de la no estrategia de seguridad pública —y, tal vez, nacional—, con el garlito de la militarización de una Guardia Nacional, militarizada desde su origen, con excepción formal hecha en la Constitución que en Palacio se usa como papel higiénico
Los ejemplos se suceden cotidianamente hasta dar la apariencia de normalidad, pero nada de normal hay en ellos.
Ahora bien, en todo engaño hay dos partes: quien engaña y quien se deja engañar.
Y se puede engañar a alguien una vez o varias, pero no todo el tiempo… salvo que se deje y de ello se haga adicción.
Lo anormal de nuestra cotidianeidad es afrentoso y ostensible, pero no la alcanzamos a ver por cotidiana. La asumimos como normal y seguimos nuestra distraída vida con el garlito matutino nuestro de todos los días.
Hoy lo normal es lo que acontece, sin parámetro ni evaluación posible de su naturaleza, norma ni regla.