Luis Farías Mackey
Para Foucault “la locura sólo existe en sociedad. No existe fuera de las formas de sensibilidad que la aíslan ni fuera de las formas de repulsión que la expulsan y aprisionan”.
Con independencia de si se le acepta o niega, si se le aísla o expulsa, si se aviene o confina, todo padecimiento del comportamiento se identifica a partir de que el enfermo resienta malestar en sí mismo o su entorno le advierta comportamientos no habituales. Hay quienes sobrellevan, no sin costos, malestar y comportamiento, pero también puede surgir la alarma cuando cualquiera o ambas partes buscan atención capacitada. Ésta debe partir siempre de un diagnóstico que se ciña a los procedimientos habituales de escucha del paciente y acopio de datos, ya sea por el reporte del sujeto mismo, por su observación o por información clínica varia. La compulsa de todos estos resultados configura o no la presencia de un trastorno, padecimiento o enfermedad, según las condiciones, signos, síntomas y datos observados.
En otras palabras, la enfermedad mental, que preferimos llamar “del comportamiento”, es objetiva, identificable, diferenciable, demarcable, medible y explicable con referencia a todo un marco teórico de las varias ciencias médicas en cuestión. Trastorno que es real y está presente y actuante. No es un acto de fe, una intuición, una opinión ni una convicción: es ciencia.
Y estamos de cara a una afección de salud en una persona que, a su vez, trastorna a su entorno en razón directa de su naturaleza, grado de evolución, intensidad y duración del trastorno. En este sentido, el trastorno trastorna y la enfermedad enferma, y lo hace en todos los casos; de allí el aserto de Foucault de que la locura sólo existe en sociedad, en tanto que irradia sus efectos en su entorno y, agregamos nosotros, atento a su capacidad de irradiación: su pareja, sus cercanos, su familia ampliada y hasta el gran entorno social cuando el enfermo tiene y ejerce un rol destacado en él.
Ahora bien, la vida social se rige por la ley que prevé, norma y conduce los procederes de los actores sociales. Las enfermedades del comportamiento no están, ni pueden ni deben estar ajenas a ese marco regulatorio y cuando algo no lo está por un vacío de la ley, es menester llenarlo para evitar consecuencias indeseables.
Pues bien, tal es nuestro caso.
Hoy la insania está en el poder y, claro, desde él se irradia a la sociedad.
El tema es de la mayor importancia y urgencia. Ya no podemos seguir haciendo como si López Obrador no fuese una persona fuera de sí —paradójicamente: des—aforado en su comportamiento— pero, peor aún, tampoco que eso no nos afecta como sociedad.
Empecemos por la administración pública de cualquier nivel, instalada en la negación, el victimismo y la contra acusación; véase, si no, los monumentales desaguisados con la tragedia —¡una más! — de los migrantes asesinados en llamas en instalaciones migratorias de Ciudad Juárez. ¿Albergues de exterminio?
Este proceder —negación, victimismo y contra acusación— son expresiones socializadas en la administración pública del delirio presidencial, pero sin duda tiene otras manifestaciones en la sociedad toda, ya en el extremo de su feligresía filo morenista, ya en su contrario anti morena, ya en un gran centro gris que se agolpa en el vacío y la incomprensión.
Tenemos que hacernos cargo de esta insania socializada y dejar de abordar y discutir el problema bajo categorías políticas y electorales conocidas y rebasadas. No, por más que queramos equiparar nuestros desastrados pasos con situaciones anteriores, este acontecimiento es inédito en su gravedad y demanda perspectivas y valoraciones innovadoras. Proseguir procesando el problema bajo la perspectiva e instrumentos político electorales y mediáticos publicitarios es en sí mismo expresión reflejo del padecimiento de comportamiento.
Empecemos por dejar de buscar explicaciones políticas a lo que es simple y llanamente una enfermedad del comportamiento. Menester es organizarnos social, jurídica y políticamente para determinar qué procede ante la ausencia de una normatividad aplicable. Evaluar las posibilidades de exigir el más puntual diagnóstico posible del padecimiento presidencial con los instrumentos jurídicos y científicos a nuestro alcance, entender y procesar el problema acorde a su naturaleza de trastorno del comportamiento y no como juego y cálculo político electoral. En lo posible, no alimentar ni hacerle juego al padecimiento.
El diagnóstico deberá abordar por igual nuestro comportamiento como sociedad, porque ya son muchos los personajes alienados en nuestro haber que hemos llevado y aplaudido en el poder, sin que nos hagamos cargo de esta nuestra proclividad. ¿Somos en esta ecuación el huevo o la gallina?
Menester será investigar la legislación comparada, las experiencias políticas y clínicas internacionales, socializar el problema sin estridencias ni aristas políticas, analizarlo desde todos los ángulos posibles con prudencia, cordura, seriedad y responsabilidad. Abordar el tema en foros especializados, realizar entrevistas con médicos, psiquiatras, psicólogos, clínicos y trabajadores sociales, especialistas en temas de salud individual y pública, juristas, sociólogos y filósofos. Llevar la discusión a la academia nacional e internacional, y a la sociedad toda, liberar el tema de la cárcel político electorera que lo niega, excluye y confina; y dotarle su verdadera dimensión y riesgo psicosocial y político. Algo de suyo difícil por lo avanzado de la irrigación del padecimiento en otros muchos actores políticos y mediáticos. Finalmente, procesar el problema con el instrumental que nos permite nuestro marco constitucional, convencional y legal, y perfilar las reformas legislativas del caso.
Cierro con el parecer de mi dilecto amigo José Newman que es quien más ha hurgado en este tema: “Los trastornados de comportamiento son sísmicos, alteran el entorno y, a mayor intensidad y frecuencia, perturban más y a más hasta lograr desbarajustar el ambiente, la convivencia, la cotidianeidad y la subsistencia. Cuando el trastornado es un actor social importante, su alteración y efecto social se tornan telúricos, pues sus secuelas se extienden exponencialmente y van debilitando la seguridad de todos los habitantes de la zona afectada. El trastornado se vuelve un volcán que cimbra, que exhala, que perturba, que oscurece y que quema desde la tranquilidad hasta las seguridades y certezas más íntimas y las propias estructuras sociales, legales, económica y políticas de la sociedad. Al final sólo quedan Pompeyas”.
Lo locura solo existe en sociedad y en la sociedad. No sigamos negando la nuestra a riesgo de perecer en sus brazos.