Luis Farías Mackey
¿Yuawi es lo nuevo? Obviamente no, ¿entonces?
Tenemos que no confundir nuevo con mejor, mayor y bueno. El problema no es exclusivo de Movimiento Ciudadano (MC), es generalizado. En el mundo las palabras han perdido significado y valor.
Lo nuevo es aquello que constituye una novedad, que acaba de aparecer, de formarse, de ser hecho. Lo mejor, por el contrario, es un adjetivo comparativo que se construye con un “que” de superioridad y un “de” de superlativo: Es mejor “que” fulanito. Es el mejor “de” todos. Entre nuevo y viejo media tiempo, entre mejor y peor cualidad.
Nuevo y viejo, pues, son una relación en tiempo; no una categoría de superioridad o suficiencia, menos aún de bueno y malo.
Lo nuevo puede ser algo hasta entonces desconocido, algo recién surgido, algo recién hecho, algo renovado, es decir, vuelto a su primer estado, o algo innovado, en su acepción de mutar, alterar, actualizar. Lo nuevo, sin duda, es siempre algo no experimentado; en su novedad es desconocido, improbado, imprevisible. Pero ojo, las más de las veces lo ampliamente probado y reprobado se nos quiere vender como nuevo cambiándole tan solo algún atributo de forma.
Lo nuevo, sí, niega lo viejo, de otra suerte no mutaría; pero no en su desaparición, sino en síntesis dialéctica. Entre nuevo y viejo media un continuum ontológico: no hay entidad nueva sin entidad vieja.
Por otro lado, quienes pretenden monopolizar lo nuevo desconocen la naturaleza real de lo humano: la capacidad de empezar algo nuevo en todo momento.
Lo nuevo puede ser mejor o peor a lo viejo, pero en ello juega algo más que el simple irrumpir en el tiempo; interviene la relación cualitativa entre lo superior y lo inferior, donde siempre media, por cierto, la suficiencia innata del ser para remontar sus propias carencias, para empezar siempre algo nuevo.
Ser mejor excede la mera novedad, la momentaneidad y la circunstancia, y entra en el mundo del mérito, del hacer, del resultado, de la calidad y posibilidades del ser, no solo del ser en la escala del tiempo.
Entiendo que lo nuevo se argumente como mejor. Siempre se ha hecho: Echeverría, con 48 años de edad, a punto de ser abuelo, reclamó para sí encabezar una generación de jóvenes en la presidencia de la República. Con independencia de su ponderación de edades y narrativa, a él y a su gobierno no se les juzgan por su juventud o novedad, sino por sus hechos. En su momento fue nuevo, sin duda, pero no por ello automáticamente mejor; lo que correspondió y corresponde a otras consideraciones.
En el caso de MC, tras la masacre que de “lo nuevo” hizo Samuel, sus panegíricos hablan ahora del “nuevo nuevo”, de “nuevamente nuevo”, del que “lo nuevo va de nuevo”. ¡Pobre Máynez, preso en un nuevo no nuevo ni siquiera suyo y torpe!
Por otro lado, decirse mejor por nuevo puede ser un buen ardid publicitario, pero también puede ser una terrible confusión.
Todo es finito. En el momento en que lo nuevo “fue”, es ya un presente eternamente viejo.
Lo nuevo es un instante en tránsito a viejo. Nada más.
El problema, no obstante, no es de nueva o vieja política; de chavos buenos, rucos malos o rucoschavos. La disrupción por sí misma sólo es una interrupción o rotura brusca, no algo valioso per se. La política disruptiva es solamente una política quebrada, no necesariamente buena. Para ser buena, disruptiva o no, debe ser acorde a las cualidades atribuibles a la naturaleza o destino propios de lo político.
Sócrates se lo enseñó a Alcibíades, aunque aquél nunca lo entendió: la política es la concordia entre los hombres. Concordia es conformidad y unión en lo plural. Jamás habló Sócrates de que la política fuese grata, suave, banal, alegre, simpática, rumbera. La política es resultados, no afeites.
¿Pero qué es lo afín a lo político? ¿Qué le es propio y propicio a su existencia?
La política lo primero que exige son hombres libres y en igualdad. Libres primigéniamente de necesidad: no es libre quien no tiene asegurado su sustento, vestido y casa; su vida, propiedades, familia y derechos; su educación, su vejez, su salud y la de los suyos, su ciudad y calles, su trabajo, su comercio, sus creencias, su tránsito, sus libertades, su pensamiento, su palabra, su voto. Tampoco es libre quien no tiene asegurada su igualdad entre los otros. Por eso nos distraen con todo tipo de artificios para que no nos liberemos de nuestras necesidades ni de nuestra ignorancia. Nos quieren necesitados y entretenidos, no libres ni iguales.
Por cierto, no es libre quien es emocionalmente manipulado por sus odios, amores, locuras, miedos y resentimientos.
La buena política es aquella de hombres libres e iguales reunidos y comunicados, que discurren y deliberan sobre lo que les es común a ingente, no sobre lo baladí, absurdo, ajeno a todos, privativo de unos cuantos, moda o ¡chido!
Los hombres libres e iguales se reúnen y discurren y deliberan para construir acuerdos que se conviertan en acción conjunta y efectiva. La política no es otra cosa que pensamiento, discurso y acción libres y en la igualdad de todos con un claro sentido. No importa si es nueva, si es de colores, si es atractiva, si es divertida, si es buena onda. Mienten quienes venden que la vida debe ser alegre y la política festiva.
Nada nos es más importante que la política, en ella nos jugamos la vida propia y común. Los más de cien mil muertos por inseguridad, los 800 mil de pandemia, las decenas de miles desaparecidos y las otras de miles de desparecidos desaparecidos de las estadísticas oficiales, los niños sin medicinas, sin escuelas, los adultos mayores sin seguridad social, los adultos sin trabajo, los jóvenes sin futuro no pueden sernos más que lastimosamente dolorosos.
La política del espectáculo es espectáculo; no política. Y todo espectáculo es negocio. Negocio de unos cuantos que nunca dan la cara y jamás rinden cuentas por sus daños en el tejido psicosocial y político. El negocio busca la utilidad, la política el sentido: sentido de nuestra convivencia, de nuestro hacer juntos, de nuestra historia, de nuestro futuro. Finalmente, la política espectáculo ha hecho de los políticos bufones desechables.
Evelyn Salgado cantó en campaña porque es incapaz de hilar una sombra de idea. Hoy son otros los que cantan y bailan, por igual razón.
El gran negocio de espectáculo hoy nos tiene convertidos en una Nación cementerio y sin futuro porque lo único que no hacemos es política. Ni somos libres, ni somos iguales, ni deliberamos, ni accionamos, ni tenemos sentido como sociedad organizada en Estado.
Nos mintieron quienes nos enseñaron que la democracia es una fiesta. Es nuestra más pesada y dolorosa carga. Empezando por tener que cargar con la estupidez humana. Pregúntenle, si no, a Álvarez Máynez.
Y así, el ¡Arráncate! no tiene a dónde. El Segundo Piso conduce sin salidas a “La Chingada” y le sobran derrumbes. El Cambio reboza corazón, pero no halla sentido.