Por: Jafet Rodrigo Cortés Sosa
Fundidos bajo altas temperaturas, hervimos al rojo vivo, mientras esperamos la embestida que nos haga cambiar de forma, ¿qué seremos ahora sino lo que el herrero quiera de nosotros?, una llave, unas tijeras, un cuchillo, la punta de una flecha, un escudo, una bisagra, un bastón, unos grilletes o el alma de una guitarra.
Golpe tras golpe, el futuro va quedando más claro, sea cual sea, lidiará con aquel deseo que tenemos de decidir y aquella falta de voluntad que nos provoca no hacerlo. Nuestro creador nos condena a seguir sus deseos, nuestra poca libertad a preguntarnos si realmente eso queremos hacer hasta que el desgaste nos vuelva prescindibles.
Somos forjados con el fuego de la vida. Adquirimos la forma del molde que nos contiene, luego, somos golpeados por un gran mazo, sometidos sobre el yunque. Cada violento embate es acometido entre el acierto y el error, cada momento que pasamos, se ve con más claridad nuestra nueva forma, nuestro destino; cada instante el rojo vivo nace y muere, hasta que el fuego nos templa y nos manda a andar por la vida con nuestra nueva forma.
Escudos que quieren ser armas, armas que quieren convertirse en llaves, bastones desean ser el alma de guitarras, grilletes que quieren ser tijeras; escudos que actúan como armas, armas que actúan como llaves, bastones que de forma improvisada sostienen el alma de una guitarra, grilletes que terminan cortando la piel, tijeras que se clavan en el pecho encadenando el cuerpo a la muerte.
Al enfriarnos, nos damos cuenta de aquellas imperfecciones que presentamos, huellas de aquel proceso, vestigios de aquellos hechos que no podemos quitar con facilidad. Todo permanece tal cual se quedó cuando la temperatura descendió, mientras nuestras aspiraciones de redención, de volvernos algo más de lo que somos, de resarcir las hendiduras o templarnos de una mejor forma, son ahogadas bajo el frío del metal que nos compone.
ARROJARNOS AL CRISOL
Deseamos volver al crisol, arrojarnos al calor, arder al rojo vivo, someternos de nueva cuenta a aquellas duras pruebas hasta cambiar de forma, buscando un nuevo propósito; alearnos con otros elementos que nos permitan resistir la severidad del tiempo que nos oxida, desgasta; ser lo suficientemente flexibles para no rompernos, pero tener la dureza y el temple para no ceder y doblarnos.
Si pudiéramos fundirnos en el fuego, cambiar de estado nuestra propia materia, hasta el punto de escurrirnos en un nuevo recipiente, enfriarnos como un todo que pueda volver a esculpirse.
Si tuviéramos la posibilidad de elegir echarnos al crisol, dejar de ser quienes somos y volvernos otros, de sumergirnos en el fuego intenso; si después de ello, pudiéramos ser impactados nuevamente, una y otra vez sobre el yunque, adquiriendo una nueva forma, propósito y temple, esta vez, ¿seríamos felices?
Una entrega de Latitud Megalópolis para Índice Político