México está pagando un precio altísimo por su atraso tecnológico, y no hablo solo de dinero. Hablo de vidas, de empleos, de oportunidades perdidas y de una calidad de vida que podría ser mucho mejor si dejáramos de pensar como país de maquilas y empezáramos a actuar como una nación innovadora.
Hablemos del costo real del rezago tecnológico, particularmente en sectores clave: gobierno, salud, finanzas y educación. No es solo cuestión de competitividad económica—que ya es un desastre por sí misma—sino de cómo el estancamiento digital nos mantiene atrapados en un sistema ineficiente que afecta la vida cotidiana de millones de personas.
En el gobierno, la falta de digitalización frena la productividad y abre las puertas a la corrupción. Mientras países como Estonia operan con gobiernos digitales donde los ciudadanos pueden hacer trámites en minutos desde su celular, aquí seguimos atorados en procesos burocráticos medievales que obligan a la gente a perder días enteros en oficinas públicas.
En Singapur, el 94% de los trámites gubernamentales se pueden hacer en línea. En México, un ciudadano promedio pierde más de 66 horas al año en burocracia. No solo es un problema de eficiencia, sino de transparencia: mientras más pasos innecesarios haya, más oportunidades tiene la burocracia de meter mano y cobrar su respectivo “gestor”.
En el sector salud, el atraso tecnológico literalmente mata. Mientras en Alemania o Corea del Sur la inteligencia artificial ya se usa para detectar enfermedades antes de que sea demasiado tarde, aquí seguimos con hospitales mediocres, expedientes en papel y tiempos de espera que convierten cualquier consulta en una sentencia de paciencia (o de muerte).
En Suecia, cualquier paciente puede acceder a su historial médico desde cualquier hospital con solo escanear su identificación digital. En México, cambiar de hospital significa empezar desde cero. No hay interconexión, no hay eficiencia, pero sí hay miles de historias de pacientes que mueren esperando atención o medicamentos.
En las finanzas, el rezago tecnológico nos sigue costando inclusión y competitividad. Mientras en China o India el acceso a crédito y pagos digitales se han masificado gracias a la innovación financiera, en México millones de personas siguen atrapadas en un sistema arcaico que excluye a quienes no cumplen con los requisitos de los bancos tradicionales. Solo el 39% de los mexicanos tiene acceso a servicios financieros digitales, mientras que en Brasil la cifra supera el 70%. Y no es porque falte tecnología o talento, sino porque el gobierno sigue viendo la regulación financiera como un mecanismo de control en lugar de un motor de desarrollo.
En la educación, la falta de infraestructura tecnológica condena a millones de jóvenes a una formación que ya nació obsoleta. En Corea del Sur, desde hace años las escuelas han implementado modelos híbridos con el uso de plataformas digitales, acceso a simulaciones y aprendizaje basado en inteligencia artificial. Aquí en México, en pleno 2025, seguimos con libros de texto que parecen salidos de los años 80 y con una conectividad deficiente que hace imposible cualquier intento serio de digitalización educativa..
El costo del rezago tecnológico es claro. Menos inversión, menos innovación, menos empleos bien pagados y una menor calidad de vida para todos. Si México quiere salir de este hoyo, necesita dejar de ver la tecnología como una amenaza y empezar a tratarla como lo que realmente es: la única vía para dejar de ser un país que sobrevive a punta de maquilas y remesas. Inversión real en investigación y desarrollo, menos regulación asfixiante, educación que prepare a los jóvenes para competir en la economía digital y un gobierno que entienda que su trabajo es facilitar, no estorbar.