Su batalla sin reconocimiento por la creación de la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH)
Alberto Carbot
El profesor Delfino Guerra Salazar se fue este miércoles 12 de marzo en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, y dejó un espacio que no explica el calendario. Era pequeño de estatura, un metro setenta a lo mucho, pero caminaba como si midiera dos. Lo vi muchas veces salir del gimnasio de la preparatoria —en la época CECYT del Soconusco, antes Miguel Alemán Valdez—, de Tapachula, con botines de piel relucientes, que brillaban contra el concreto, un milagro en medio del polvo; jeans ajustados, camisa pegada al cuerpo y sus clásicos Ray-Ban oscuros, de gota, con montura dorada. Causaba envidia entre nosotros, los imberbes varones, porque mis compañeras, las chicas de la prepa lo miraban, coquetas y risueñas a su paso, y él lo sabía; caminaba con garbo, sin soltar el cigarrillo que llevaba siempre prendido, adherido a sus manos. Tampoco un galán de película, pero llevaba el aula a cuestas como un escenario.
Nació en Tijuana, el 6 de agosto de 1936, bajo el polvo y el sol de Baja California, hijo de Crisóforo Guerra Celaya —un militar que lo paseó por todo México como un nómada— y de Teresa Salazar Nava. Tres hermanos en Tijuana, otros tres en Ixtepec y uno más en Tehuantepec, Oaxaca. “Mi padre nos llevaba donde lo mandaran”, me contó hará dos o tres años, con esa voz ronca que le dejó su inveterada costumbre de fumarse una o dos cajetillas de cigarros Raleigh con filtro. No sé si cambió de marca después, pero lo que sí sé es que hace años olvidó el cigarrillo para siempre. Pero la historia es que Chiapas lo atrapó. Cuatro de sus siete hijos nacieron en Tapachula, y él, con una sonrisa torcida, juraba: “Yo soy tapachulteco. Esa es mi tierra”.
En el casino español de Tapachula, propiedad de Don Manolo Alfonso Zamora, volvió a ver años después a Manuel Calvo Cano, su maestro, quien lo inició en las matemáticas y lo vio brillar en sus inicios. “Cuando lo conocí sólo me dijo ‘quédate’, y me quedé”, relató, con nostalgia. Emigró, estudió y se especializó. Así volvió a Tapachula, a la tierra que lo forjó.
El galán de la ecuación y los teoremas
Las matemáticas eran su religión. Las enseñó primero en Puebla, en la Normal Superior, y luego en Tapachula, donde nos hacía temblar. “Todo es un número”, soltaba, golpeando el pizarrón con el gis hasta que el polvo se esparcía. “Una integral es un número, una diferencial es un número. Es muy fácil y si no lo entienden, ya no será mi problema”. No era crueldad; era un asunto de fe. Nosotros, sus alumnos, éramos los paganos; él, el sumo sacerdote.
Era un hombre de tez morena, herencia de sus raíces mexicanas profundas. Su rostro era anguloso, de facciones marcadas: pómulos altos, nariz recta, y una mandíbula que parecía tallada en piedra. Sus ojos, oscuros y penetrantes, observaban el mundo, los números y a las mujeres, con la precisión de un matemático y la astucia de un torero que sabía que iba partiendo plaza.
Llevaba el cabello corto, peinado con aires de galán clásico. Había algo en su postura, erguida, con los hombros cuadrados, que denotaba confianza, como si estuviera a punto de entrar a una plaza de toros, más que a un aula.
Fue su personalidad en esta etapa. Seguramente no se pavoneaba por vanidad; lo usaba como una herramienta más, como si su cuerpo fuera una extensión de su afilada mente. En el aula, era implacable: su voz, grave y cortante, lanzaba ecuaciones como si fueran desafíos. “Mientras no se demuestre lo contrario”, decía al final de cada clase, y nosotros, sus alumnos, sentíamos que haber obtenido un seis de calificación era como la medalla que constataba que habíamos sobrevivido a una batalla.
Su cruzada por la UNACH
Pero su tarea no se quedó en las complicadas fórmulas matemáticas e indescifrables teorías de física. En 1974, cuando el presidente Luis Echeverría Álvarez llegó a Tapachula, él estuvo ahí, camisa sudada, peleándose con aquellos burócratas de guayabera. Quería una universidad para Chiapas, no un regalo para Tuxtla Gutiérrez —me contó una vez—, sino algo que naciera del sudor de la frontera. La UNACH llegó en abril de 1975, y él fue un pilar, aunque los reflectores apuntaron a muchos otros, dejándolo en las penumbras.
El 16 de febrero de 2023, dimos inicio a una serie de charlas que fueron grabadas, pero que se espaciaron y luego se detuvieron a sugerencia suya, porque su sordera lo traicionaba. Pero eso no impedía que su memoria siguiera desafiante. “Esa vez, luego de ver a Echeverría hablé con Javier Espinosa Mandujano”, me dijo, refiriéndose al entonces secretario de Educación. “Le recomendé entonces al ingeniero Ojeda para que planeáramos la universidad. Él nos cobra 300 mil pesos por el estudio completo —le dije al secretario—. ‘No, de ninguna manera’, me cortó Espinosa, ‘lo hacemos con los de aquí’”.
—Lo hicieron, lo hicimos, pero mi nombre no salió en la foto —me dijo el profesor, riéndose, pero su risa sonaba a grava, a decepción.
—¿Por qué no peleó por el crédito, maestro? —le pregunté esa vez, alzando la voz a través del teléfono hasta San Cristóbal de las Casas, para que me oyera. Seguramente que sus ojos buscaron algún elemento para fijar su respuesta, había recién egresado de una operación de cataratas que no resultó todo lo bien que se había planeado. Pasados los setenta, intentó mantenerse en forma, incluso cuando la propia edad le robó el paso firme. Luego, una cirugía de cataratas fallida, lo dejó medio ciego. “Voy a demandar a esos médicos” —me confió.
—No me gusta rogar, Alberto. Hice lo que hice, lo que tenía que hacer en ese momento, pero lo llevé a cabo con todas mis fuerzas. Quizá lo recuerden muy bien los que estaban ahí”. Su orgullo fue una pared de concreto: dura al inicio, pero se volvió quebradiza y amarga con el tiempo.
El eco de los pizarrones
San Cristóbal cobijó sus años finales, en una casa sencilla con pesas oxidadas en el patio. El problema de una hernia lo doblaba, castigo de años levantando hierro. “Es el precio de sentirse vivo”, me dijo en diciembre pasado. Siempre me llenó de halagos “por tu periodismo; no sé cuándo eres periodista, analista o poeta. Eres todas esas cosas juntas”, me decía.
El Maestro era un contraste ambulante. Hace algún tiempo me pidió de favor, le comprase un par de prótesis auditivas, del viejo estilo, porque en su experiencia, le provocaban menos problemas y eran más eficientes que los nuevos sistemas casi invisibles. Los aparatos auditivos que le compré en la Ciudad de México apenas le devolvían el mundo. “No importa. Esos modelos viejitos valen oro”. “Gracias, Don Alberto”, me escribió, con mayúscula. Luego me habló por teléfono a pesar que era una de sus grandes problemas. Me dijo que tenía en su casa un auricular modificado, que apenas le servía para responder al teléfono. En estantes y algunas cajas, mantenía a resguardo su colección de revistas Proceso, desde que comenzó a circular el primer número.
El profesor Delfino no era un santo. Dejó siete hijos. Cuatro en Tapachula con su primera esposa María del Carmen de la Torre Matalí —Laura, Gerardo, Ernesto y Eduardo—, y tres de San Cristóbal. Los primeros resintieron su lejanía. “Pero me necesitaban más las niñas”, me explicó, hablando de sus hijas menores. “Una es ingeniera en Volkswagen, otra trabaja en la Coca-Cola; la mayor es doctora en matemáticas en Tesla, comisionada por el anteriormente llamado Conacyt. Los de Tapachula se dispersaron: uno se convirtió en administrador, otro lingüista y los otros dos sin un rumbo académico definido, pero todos, gente de bien. Entiendo que me culpen y creo no me perdonan este distanciamiento”, admitió, y su voz se hundió por un segundo en la reflexión que también debió ser dolorosa para él. Pero no cedió. Fue siempre un hombre de líneas duras.
—¿Se arrepiente de haber emigrado de Tapachula, de haberse ido, de haber dejado todo lo que ello implica? —le solté de pronto. Se quedó callado. “No, Alberto. Uno elige y carga con eso. Mis hijos grandes ya volaban. Las pequeñas no” —me dijo. Era un hombre de decisiones precisas, inmutables, tanto como los números de sus ecuaciones.
La escuela preparatoria de Tapachula fue siempre su orgullo. “Luchamos por ella”, me dijo. Entre 1973 y 1974, fue director y maestro. Peleó fuerte por los laboratorios de idiomas, los talleres de electricidad y equipo de biología. También por una gasolinera que Echeverría juró dar para sostener gastos de la escuela. “¿Qué pasó con eso?”, le pregunté. Seguramente con los puños apretados al otro lado del teléfono me respondió: “Se lo robaron, Alberto. Todo se perdió”.
Una auditoría suya encontró un faltante de 90 mil pesos, de aquellos pesos en las arcas de la escuela. “Alguien jugaba póker con esa plata”, me confió, y me hizo jurar silencio sobre el culpable. “Yo no lo voy a nombrar públicamente. Todo se esfumó”. Quería que investigara, que hablara con Arias y Macal. “No quiero aparecer”, me repitió. Yo insistí, pero su lealtad era rara: protegía hasta a los que lo traicionaron. Había muchos fantasmas que él quería exorcizar. “Investiga, Alberto”, me pidió.
Su vida fue un mapa de escuelas por todo el estado de Chiapas. Enseñó por igual en Tapachula, Motozintla, que en Tuxtla Gutiérrez, en la escuela de ingeniería y la de contabilidad de la UNACH. “Fui profesor de todos, de muchos”, me dijo, y no mentía. En cada una dejó un rastro: una clase, un taller, una pelea. Pero Tapachula fue su guerra, donde levantó la UNACH e impulsó y modernizó la preparatoria con sus manos. Tapachula también fue su trinchera. Los exalumnos lo recordamos respetuosamente en su ausencia, en las reuniones de diciembre, entre cervezas y risas, como aquel maestro que nos hacía sudar pero que al final, aún con la mínima aprobatoria, nos reconfortaba. Un seis con él era el equivalente a un nueve o diez de calificación con cualquier otro maestro.
En el aula, le temíamos. “No sé cómo pasé con usted su materia”, le dije, riendo una vez. “Fuiste un buen alumno” —me alentó o me engañó con caballerosidad—. Lo cierto es que los mismos maestros, yo inclusive, complicábamos las matemáticas porque no sabíamos enseñarlas”, me reveló. “Luego, estudié lógica matemática para corregirlo, para que los números hablaran claro”.
El juez supremio de las matemáticas y la física
Su frase “mientras no se demuestre lo contrario” era un desafío en clase. La soltaba como un juez supremo, como si el universo tuviera que rendirle cuentas. El profesor Delfino creó un mantra propio: “Para saber el principio, tienes que conocer el final”, una idea que moldeó desde su amor por los fundamentos, enseñando desde los números hasta las conclusiones más complejas. Vivía buscando ese cierre. Me hablaba de que quería terminar unos apuntes y convertirlos en libro, para facilitar la enseñanza de las matemáticas o la física. No sé si lo llevó a buen término, pero me decía que gran parte de su amor por los números, las ecuaciones y los teoremas se remontaba a su conocimiento de Paul Dirac, el destacado físico inglés, un hombre cuyo pensamiento también desentrañaba el cosmos, como si las estrellas le confiaran sólo a él sus secretos, de la misma manera a que quizá también a él. “Dirac, desde 1928, forjó una ecuación que entrelazó la relatividad de Einstein con la danza cuántica; su gran conocimiento le valió el Nobel en 1933. Murió en los 80; de las pocas mentes audaces que han existido” —me dijo Guerra.
Era galán, ojo alegre y no le costaba. Me dio nombres de varias compañeras que le gustaban y seguramente, no me queda duda, más de alguna pasó a formar parte de su venerada constelación. “Fui admirador de tu prima Flor de María Nonis Unda”, me reveló también. “Era guapa y lista, Alberto. Me gustaba platicar con ella”. Su voz tenía un filo nostálgico al recordarla.
Pero si en algo el profesor puso tesón fue en su lucha por lograr la instauración del Centro Regional de Enseñanza Técnica Industrial (CERETI) en Tapachula y la creación de la Universidad Autónoma de Chiapas. La UNACH era su cruzada. Quería que yo, en algún texto futuro, investigara y relatara la verdad: que él, además de hablar personalmente con el presidente Luis Echeverría, su secretario de Educación Víctor Bravo Ahuja y el secretario de la Presidencia, Hugo Cervantes del Río, también interactuó con personajes como el recientemente fallecido Manuel Tomasini Ocaña, con Eliseo Cruz Martens y Javier Espinosa Mandujano, tejiendo voluntades para que ésta naciera. “Velasco Suárez invitó a Echeverría en el 75, pero mi nombre no salió”, me dijo. “La UNACH se logró, aunque otros se colgaron finalmente la medalla”.
—¿Le dolió que lo hicieran menos, profesor? —le lancé, directo, en esa ocasión. “Sí, pero no voy a llorar por eso. Lo que importa es que la universidad está ahí”. Pero algo se le reconoció. La amargura por no haber sido me en la creación de la UNACH aún le quemaba, pero también, paradójicamente la había transformado en una resignación serena. En mayo de 2023, el Tecnológico Nacional de México Campus Tapachula y el Colegio de Ciencias Básicas del Soconusco, en el marco del Cuadragésimo aniversario del Instituto Tecnológico de Tapachula le hicieron llegar un reconocimiento por su destacada labor al servicio del surgimiento y desarrollo del CERETI Soconusco.
En San Cristóbal, los últimos años lo atraparon más lento, pero lúcido. La hernia, la sordera y su problema por la cirugía ocular, lo tenían contra las cuerdas. Sin embargo, sin proponérselo, su espíritu realmente ya no estaba ahí, sino que sin darse apenas cuenta, deambulaba libre en los pasillos, frente a los pizarrones de las múltiples escuelas y centros de estudio donde impartió sus clases.
La definición del profesor Jaime Vilches
Jaime Vilches Reyes —quien participó a su lado en las gestiones que Delfino Guerra emprendió para el surgimiento de la UNACH—, a mediados de los años 70, traza su retrato con palabras que resuenan como un lamento tallado en piedra: “Sin duda la actual universidad encuentra sus cimientos en las gestiones de Delfino Guerra y varios de sus alumnos ante el presidente Echeverría y el secretario Bravo Ahuja, quien honró a una generación de la Preparatoria Miguel Alemán Valdez como su padrino. Ese esfuerzo, urdido con amigos y estudiantes que lo seguían por su inquebrantable convicción de izquierda, brotó de diálogos con el propio presidente, el gobernador Manuel Velasco Suárez y otras figuras, sentando las bases de la UNACH. Fue el más excelso maestro de matemáticas que Chiapas haya conocido, un hombre temido en la Normal por su rigor, cuyo legado debe ser reconocido —dice.
Vilches evocó los modernos laboratorios que él mismo fomentó como director de la preparatoria tras la gestión de Guerra; los equipos que brillaron bajo su guía, y cómo aquel maestro lo invitó a colaborar a su lado en Tapachula, forjando un lazo que resistió la llegada de envidias y traiciones, años después de haberlo conocido en Puebla, donde encabezaba el área de Físico-Matemáticas.
—¿Valió la pena haber sobrepuesto su carrera, el costo personal en su vida, su relación imperfecta como padre y como marido? —le solté una vez, directo a Delfino Guerra. “Sí, Alberto. Finalmente, cada hijo es un mundo. Y no, no cambio nada”. Su respuesta fue como una roca, inamovible.
En los últimos cuatro años, dos veces lo dieron por muerto, incluso con esquelas de por medio. Se las remití sabiendo que no era todavía su momento de decir adiós, antes del definitivo mensaje que anunció su partida el pasado miércoles 12 de marzo. “Van dos veces que me entierran antes de tiempo”, bromeó la penúltima vez. “Todavía tengo ganas de vivir”, me dijo, riendo.
En su etapa final, en las postrimerías de su vida, el profesor Delfino Guerra Salazar ya no era el toro de antaño. Su tez morena había ganado arrugas profundas, surcos que semejaban mapas de su vida: tal vez cada línea, una escuela; cada pliegue, una lucha. Su cabello, antes negro como el carbón, era ya una corona de hebras blancas, peinadas con la misma disciplina de siempre, aunque el tiempo había hecho su trabajo. Sus ojos, habían perdido brillo por los problemas afrontados, pero, aun así, conservaban todavía un destello de desafío, remembranzas de aquel maestro siempre echado 𝘱𝘢’ 𝘥𝘦𝘭𝘢𝘯𝘵𝘦, que nunca se rendía.
Su cuerpo, se había encorvado y las pesas que tanto procuró, eran ya un recuerdo oxidado que yacían seguramente en el patio de su casa en San Cristóbal. Caminaba lento ahora, pero su voz ronca siguió teniendo peso al hablar.
El recuento de Ernesto, uno de sus primeros hijos
Ernesto Guerra de la Torrre, tercer hijo del profesor, guarda en su voz el peso de un adiós que llegó envuelto en silencio. Su padre, el hombre que desafió el polvo de las aulas y el olvido de Chiapas, desafortunadamente murió solo en su casa de San Cristóbal de las Casas, sentado en su mecedora, con el rigor mortis marcando un día de ausencia. “Siempre vivió solo”, recuerda Ernesto con melancolía. “Dos mujeres y siete hijos después, no quiso compañía, ni de apoyo de limpieza, cocina, ni de nadie”. La salud del profesor se quebró en los últimos meses: a principios de enero, un sobrino lo encontró en un estado deplorable y con un cuadro de falla renal que lo consumía. Internado diez días en un hospital de Tuxtla Gutiérrez, los médicos lograron estabilizarlo, pero él, invariable como las ecuaciones que alguna vez dominó, pidió regresar a su casa, rechazando enfermeras y la vigilancia de su familia. Así fue siempre.
La soledad que tanto buscó fue su última compañera. “La semana pasada empezó a sentirse mal otra vez”, relata Ernesto, con un nudo en la garganta que aún no desata. Delfino, en un destello de lucidez, pidió a una de sus últimas hijas, que el sobrino regresara, pero ya no hubo tiempo: entre el lunes por la noche y el martes, la muerte lo sorprendió sentado en su mecedora, tal vez un paro cardíaco, piensa Ernesto. Su cuerpo quedó inmóvil, como si no hubiera sentido el instante en que su espíritu se desprendió.
Cuando lo encontraron, el tiempo ya había endurecido sus rasgos, y sus hijos, dispersos entre Tapachula, Mérida y San Cristóbal, viajaron a Tuxtla Gutiérrez, a la funeraria Recinto San José, en Terán, para la cremación este jueves, cerrando un capítulo que dejó más preguntas que respuestas. Ernesto apenas conserva dos fotos de su padre —una con traje negro y otra con camisa blanca junto a su hermano—, reliquias de un hombre que hace más de treinta años se alejó de su primer hogar familiar, llevándose consigo los recuerdos tangibles de su vida, para construir una nueva familia con tres nuevas hijas.
Delfino Guerra Salazar, ante los ojos de su hijo Ernesto, fue un enigma que nunca se resolvió del todo: un padre que marcó a sus hijos con su ausencia, tanto como con su presencia. “Mi madre, María del Carmen de la Torre Matalí, aún vive, y nosotros, sus cuatro hijos de Tapachula —Laura, Gerardo, yo y Eduardo—, crecimos con su sombra”, dice él, mientras piensa en las tres hijas menores, sus medias hermanas, las gemelas Anaid y Anais, y la mayor, Eddaly, nacidas en 1994 con Hedaly Velasco del Carpio. La figura de su padre, sigue siendo un eco que Ernesto no olvida. “Él quería que lo recordaran”, murmura, mientras la cremación en una funeraria sella el fin de un hombre que, incluso en la muerte, se aferró a su soledad como a un teorema final.
Para él, a sus casi 90 años, la vida era como un toro al que toreó ya no con los botines lustrosos, la camisa a la moda, los pantalones de mezclilla y lentes Ray-Ban de gota. Con los años encima, la hernia, la sordera, las cataratas: todo lo cargó como medallas.
“Hice lo que hice”, me dijo Delfino Guerra apenas en diciembre, con una calma que sin percibirlo yo, ya olía a despedida.
—¿Qué le duele más que se haya perdido de todo su trabajo docente y su gestión para formar la UNACH? —le pregunté en 2023. “Que no lo cuenten, Alberto. Que te olviden”. Su voz sonaba a lamento que aún resuena y se mostraba decepcionado por el maltrato a los mentores chiapanecos, a quienes sus líderes y el gobierno mismo, escamoteaban no sólo sus reconocimientos y gestión, sino incluso sus magros ingresos.
—Pronto voy a escribir sobre usted, Maestro y de su lucha para crear la universidad. ¿Qué le gustaría que yo resalte; qué quiere que diga de usted? —le pregunté. “Que hice lo que pude. Nada más. Lo justo, que yo también luché por ella, y ya”.
Nos mensajeamos a través de WhatsApp ese mismo diciembre. Le envié la reseña de las tarjetas de navidad y las visitas previas del impresor a mi madre en Tapachula. Le gustó el texto. Me respondió cordial. “Felicidades por su texto, sigue escribiendo, Alberto”, me dijo. Fue su último mandato.
Esta vez que volvió a circular en las redes la noticia de su fallecimiento, asumí de nuevo la posición escéptica de las dos ocasiones anteriores. Sin embargo, ya no hubo lugar para las dudas ni para la incredulidad que solían acompañar antes a esos rumores. Su muerte, en esta ocasión fue un hecho incontrovertible y definitivo “mientras no se demuestre lo contrario”, diría él.