Luis Farías Mackey
Éramos unos chamacos de secundaria, Alfonso Romera había agotado el programa de la SEP de Doctrinas Filosóficas y aprovechó la última semana de clases para introducirnos a la situación límite de Jasper y al mundo insondable de Teilhard de Chardin. En mala hora, porque en mis primeros años de derecho apuré la obra entera de Chardin antes que los textos de la carrera, que tuve que recuperar más tarde.
Comparaba entonces nuestra situación límite de adolescentes, en un mundo que cambiaba vertiginosamente, con los hombres y mujeres de las cavernas, entre dinosaurios, erupciones y una naturaleza indómita. Si ellos habían logrado salir de ello y evolucionar, decía, nosotros cuantimás. Tengo presente el argumento de Teilhard: si inconscientemente el humano no tuviese fe en la evolución, la vida inteligente en el universo hubiese acabado millones de años atrás.
Sin embargo, no todos sobrevivimos: uno se lanzó al suicidio, otros abrazaron el alcohol, a otro un corazón cansado de lo llevo, a dos más un cáncer maldito y un enfisema aún más canijo.
A otros la vida nos castigó para atestiguar la caída de la civilización y el mundo que construimos. A diferencia de la Roma antigua, no fueron los bárbaros quienes se tragaron nuestro de suyo marchito florecimiento, sino los dueños desquiciados del capitalismo terminal. Si no hubiesen sido ellos, hubiese sido su contraparte desde un socialismo también prostituido.
El hecho es que el mundo muere. Nuestra descomposición casera avanza acorde, sin embargo, con el ocaso del orbe. Un ocaso, a diferencia del de Wagner y Nietzsche, sin dioses y sin Valhalla.
Theilhard, jesuita, al fin, sostenía que la evolución no se construye de abajo hacia arriba, sino que es absorbida, como en popote, desde arriba.
Jamás lo sabré, pero, con Nietzsche, estoy cierto que no hay resurrección sin sepulcro y que, como también decía De Chardin, para que unos cuantos logren conquistar la cima y plantar la bandera, muchos miles tendremos que morir. El sacrificio de los más, decía, justifica por el triunfo de los que toquen las puertas del mañana.
Frente a esa versión idílica, está la catastrofista, hay quien dice la única realista: nada tiene sentido, no hay destino alguno: somos un accidente. Podríamos desaparecer del universo, como una de millones de especie antes, sin que pase nada a escala cósmica. Ni siquiera terráquea.
No alcanzare a ver el desenlace. Quizás México como nación y sueño desaparezca, como antes los toltecas, los teotihuacanos, los tenochcas y tantos otros en nuestro largo haber.
Quizás no acaben nuestras flores ni mueran nuestros cantos, como poetizaba Netzahualcoyotl. Quizás unas y otros son parte de una sinrazón.
Una cosa, sin embargo, me colma de tranquilidad: los macedonios, andis, noroñas, Chávez, ebrards, monreales, citlalis, lenias, jazmines, loretas, rochas, como expresión fétida de nuestra descomposición política, habrán de extinguirse, ya en fase terminal, ya en paso a una evolución para mejor.
¡Puedo ya morir en paz conmigo mismo!