Magno Garcimarrero
Cuando la religión católica decretó el amor al prójimo, marcó inconscientemente la jurisdicción limitada a los seres humanos, en especial a los próximos, que la misma palabra lo dice con el breve cambio de la J en vez de la X. Dejó fuera el amor a los animales, nunca practicado, peor aún, a los animales se les tuvo para el sacrificio expiatorio, para alimento y para utilidad laboral y doméstica, sin amor.
Ni se diga el amor hacia las plantas: desde la más modesta hierba, hasta el árbol más frondoso, no reciben amor, se les reclama solo por su utilidad. En las culturas de este continente antes de ser “América”, sí había amor hacia el mundo vegetal y, hacia los elementos de la naturaleza.
Pero la esencia del ser humano es amorosa, de modo que cuando ejercemos nuestro amor sin limitaciones ni prejuicios, amamos a los animales, a nuestro entorno verde e incluso a nuestras cosas: a nuestro juguete favorito cuando somos niños, a nuestro auto cuando somos adultos, a nuestro ordenador que guarda secretos, a nuestra mesa que nos nutre los ojos y la barriga, a nuestra cama…
Si, a nuestra cama la atendemos con amor, la destendemos por las noches para el amor, la tendemos por las mañanas para la pulcritud y moralidad, nos tendemos sobre ella para la siesta.
De todas sus piezas, la almohada es la más amada y útil, bajo la cabeza nos aconseja soluciones a nuestros problemas, bajo la zona lumbar para el amor más fecundo, tras la espalda nos sirve de recargadera para ver la tele… de proyectil para jugar a pelear sin ofender. Por otra parte, la cama es por ley un mueble inembargable… y menos cuando es herramienta de trabajo. ¡Cómo no amarla!
M.G.




