Ahora que otra vez el tema de legalizar o no el consumo de la mariguana llegan a la agenda política nacional, yo me pregunto si no sería bueno ver hacia ciertos rubros de desarrollo que nos ayudan en la vida diaria, pero nos descomponen la vida.
En ese tenor hoy les comporto a La nanibot de mi autoría:
¡No lo podía creer! La máquina para arrullar al bebé se había descompuesto. ¡Y yo con miles de cosas aún por programar!: El lavavajillas, el dosificador de sueños y el correspondiente despertador personalizado, los mosquitos vigía en cada habitación de los niños, el apagado automático del sistema de alumbrado especial en espera de la Noche de Brujas, el sistema de riego para el día siguiente que daba una lectura errónea por la luminosidad oscura que disparaban las luces que por la ocasión vestían la casa. ¡Uff! ¡Qué terrible!!!
Simón lloraba entre mis brazos y yo no tenía ni idea de qué hacer. Caminaba con el peso del pequeño entre mis brazos y a la vez sentía una terrible necesidad de posar mis dedos sobre todos los botones y pantallas digitales que me permitieran terminar ese día que si bien estuvo lleno de tareas gratas, no por ello también resultó sumamente extenuante.
Estática en la cocina, me esperaba Mani. Era el último modelo de ordenador programable con inteligencia artificial para tareas en el hogar. Mani era la joya de mi hogar. Lo mismo tendía camas, que limpiaba pisos, así como también reacomodaba todo en su lugar en cuanto lo veía fuera de su espacio habitual. Pero hasta ese día habían sido instaladas las rampas necesarias que le daban acceso a Mani a prácticamente todos los espacios de mi casa, así que había que reconfigurar sus programas para que sus habilidades se desplegaran por un área mayor y no se suscribieran a una sola planta.
Mientras Simón seguía llora, que llora, yo no encontraba sosiego alguno. ¿Cómo era posible que la máquina mecedora no pudiera sostener entre sus brazos mecánicos a mi pequeño justo cuando más apurada estaba? ¿Qué le habría pasado a este aparatejo? ¡Caray! Si todo lo que hacía este robot carísimo era mecer a un pequeño conforme a las características de su llanto y la verdad, no me había costado nada barato. ¡Vaya que si desembolsé una buena cantidad de dinero para arrullar a Simón, mientras yo realizaba otras faenas importantes!
Ni siquiera me había podido colocar la faja de pulsaciones para mantener plano mi abdomen. Esas contracciones dolían sí, pero no había opción, tenía que mantener a raya mi cintura.
Cuando Simón lloraba casi a gritos, llegó la confusión.
Sentí como lo soltaba de entre mis brazos y a la vez caíamos como en un abismo. Pensé que mi mundo de inteligencia robotizada se desmoronaba, pero de un sobresalto regresé a la realidad.
Por fortuna Simón no había rodado hasta el piso y se encontraba sobre mis muslos a donde había llegado por el cansancio de mis brazos que antes lo sostenían y de mis párpados que habían cedido; al mismo.
¡Qué alivio! No requería de programar nada, y a mi pequeño ya lo alcanzaba el sueño placentero provocado por la seguridad del calor maternal humano.
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