La presencia de Enrique Peña Nieto en la I Cumbre México-Sistema de Integración Centroamericana (SICA) habría podido significar la única oportunidad para que el gobierno mexicano recuperara el liderazgo en la zona, y de ahí lanzarse a una leal, solidaria, cooperativa competición con el gigante brasileño, para retejer el tejido latinoamericanista que rompieron los sucesivos gobiernos nacionales desde Carlos Salinas de Gortari a Felipe Calderón.
Desde que el Hijo Adoptivo de Agualeguas norteamericanizó la política exterior de México, con la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, el fallido TLCAN (NAFTA en inglés) -, trascurrieron 24 años de olvido. Ningún presidente se dignó voltear la mirada hacia el Sur. Y México perdió, porque ni ganó con el amasiato con la Casa Blanca y los barones de Wall Street y los muchachos de Chicago, y sí perdió todo lo que había amasado con sus otrora socios centroamericanos.
El Plan Puebla Panamá, ordenado por el Departamento de Estado al panista Vicente Fox Quesada, sólo fue un bodrio que medio entusiasmó la megalómana y alocada imaginación del presidente de las botas y el sombrero tejano. Pero nació muerto.
El Sur continuó siendo visto por los gobiernos mexicanos como un peligroso expulsor de migrantes pobres, desempleados, con el American Dream en el cerebro – perseguidos, masacrados y enterrados en fosas comunes por sicarios de poderes fácticos sin nombre ni filiación -; como un corredor del tráfico de drogas ilícitas y armas, una fuente putrefacta de los peores males sociales. Los sucesivos gobiernos de este lado del Usumacinta y los Cuchumatanes sólo vieron a Centroamérica como una amenaza a la fantasiosa seguridad nacional mexicana. La frontera sur se convirtió en el retén ignominioso de la Border Patrol.
En los años noventa, cuando la Revolución Mexicana ya había sido sepultada en el tiradero de la historia por los gobiernos neoliberales del otrora partido “revolucionario” institucional, el liderazgo de México en América Latina fue asumido por Brasil. La retirada mexicana y la entrada de Brasil ocurrió en paralelo, estrechamente vinculada con el compromiso de los mexicanos con el NAFTA y el de los brasileños con Mercosur, como lo recuerda Susanne Gratius, investigadora de los Programas de Paz y Seguridad y de Derechos Humanos, auspiciados por la institución española FRIDE, centro de estudios independiente, con sede en Madrid, dedicado a cuestiones relativas a la democracia y los derechos humanos, la seguridad, la acción humanitaria y el desarrollo.
Mientras el gobierno mexicano norteamericanizó su política exterior, el Mercado Común del Sur sudamericanizó la agenda exterior brasileña. Pero con la desventaja para los mexicanos de que, hasta hoy, no disponen de una política exterior pro-activa comparable con la de Itamaraty. Las relaciones exteriores de México se concentran en su compleja relación con Estados Unidos. Y su fuerte dependencia y alianza con el Imperio representa la principal limitación a un liderazgo regional.
Peña Nieto, luego de tomar posesión, ha dado muestras de intentar recuperar la mirada hacia el Sur, pero de querer a poder hay un profundo abismo. Quiere y no puede porque llegó a la presidencia con las manos atadas por los compromisos con el poder geopolítico de Washington y los intereses de las mimadas empresas trasnacionales. Las tímidas incursiones del presidente tanto a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) como a San José a la Cumbre México – Sistema de Integración Centroamericana (SICA), no indican que el rescate del liderazgo esté en camino. La misma oratoria del presidente mexicano así lo revela. Discursos muy generalizadores y ningún anuncio concreto – tipo Pacto de San José -, comprometedor.
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