José Luis Parra
Lo que el país necesita urgentemente —además de paz, empleo, Estado de derecho y un metro que no se caiga— es un lingüista. O un psicólogo. O de perdida un filólogo con callo para los diminutivos y los traumas políticos.
Andrés Manuel López Beltrán, conocido popularmente como “Andy”, ha salido esta semana a exigir lo que, en su mundo, parece ser la mayor de las justicias sociales: que no lo llamen “Andy”.
No pidió transparencia, ni justicia para los desaparecidos, ni elecciones limpias, ni que se detenga el baño de sangre en estados como Guerrero, Tamaulipas o Sonora. Pidió que se le llame como su acta de nacimiento indica, porque —palabras más, palabras menos— el apodo le borra el legado de su padre.
Ah, caray.
O sea que el verdadero atentado contra la Cuarta Transformación no es el desmantelamiento de organismos autónomos, ni la militarización del país, ni las sospechas sobre contratos, moches y opacidades. No. El verdadero atentado es que un columnista, un tuitero o un político le diga “Andy” al hijo de Andrés.
No estamos frente a una víctima. Estamos frente a un branding institucional herido.
Durante el episodio 11 del reality-show llamado “La Moreniza”, el vástago presidencial declaró, con la solemnidad del que ha leído mucho a sí mismo:
“El llamarme ‘Andy’ es demeritar eso, quitarme ese legado, quitarme ese nombre”.
Ahí lo tienen: un país donde cada cuatro años se relocaliza la pobreza, la corrupción muta como virus resistente, los cárteles pactan con medio mundo y los niños Montessori de la política todavía no aprenden a leer el país que habitan.
Pero el problema es que a López Beltrán le dicen Andy.
Todo esto, claro, va más allá del ego. Es una estrategia narrativa. La autovictimización como blindaje. “Me atacan porque soy hijo de mi padre”, es una forma elegante de no decir: “Me investigan por mis nexos con empresarios, mis contratos sospechosos y mis andanzas en la zona gris del poder”.
Convertir un apodo en afrenta nacional tiene su arte. De eso saben bien los propagandistas de la 4T: crear cortinas de humo con lágrimas simbólicas, mover la conversación al terreno de lo sensible para evitar lo concreto.
¿Quién va a hablar de contratos o conflicto de interés si el muchacho se nos siente “sin legado”?
En la misma entrevista, Andy —perdón, Andrés Manuel hijo— afirma que en Durango los opositores no lo mencionaron por su nombre “por miedo”.
¿Miedo a qué? ¿A que se les aparezca en forma de holograma el padre en un mitin? ¿A que se les revele la fuerza mística de un apellido al pronunciarlo tres veces como si fuera Beetlejuice?
No lo mencionan por su nombre por una razón muy simple: no es relevante. A lo mucho es un operador más de los muchos que administra Morena, con más apellido que votos, con más poder de backstage que de tribuna.
Y si los adversarios políticos son expertos en algo, es en restar importancia a lo que no les conviene inflar.
El verdadero legado, estimado Andrés Manuel hijo, no se defiende con quejas nominales ni con arranques públicos.
Se defiende con trayectoria, con méritos propios, con ética (esa palabra en desuso), y con la humildad de saber que la historia juzga mejor los actos que los nombres.
Hoy se siente despojado del apellido. Mañana podría descubrir que ese mismo apellido, en vez de escudo, puede ser también un yugo.