CUENTO
El cuerpo de don Kenny yacía tirado sobre la calle. Su ropa estaba sucia y su rostro también. Todo su aspecto era el de un indigente.
De no ser por el reloj de oro en su mano, cualquiera habría creído que se trataba de un hombre pobre, pero no lo era.
Todos los que vivían en su pueblo lo conocían, ya que él siempre había sido un señor muy rico y distinguido. Pero desde que la tragedia tocó a su puerta, toda su vida cambió por completo.
Las personas que decían ser sus amigos lo abandonaron, al igual que todos los que siempre lo habían buscado para pedirle algún favor.
Nadie soportaba estar a su lado, porque él siempre se ponía a llorar. ¡No podía olvidar con nada lo sucedido!
La noche en la que el accidente sucedió, llovía muchísimo. Los relámpagos iluminaban la carretera como si fuese de día. Estallaban tan fuertemente que el hijo del señor no dejaba de decir: “Papá, ¡tengo mucho miedo”.
Una de las cosas a las que más temía el niño eran precisamente los relámpagos. Y aunque su madre trataba de calmarlo, éste simplemente no cedía ante su temor.
Su padre manejaba a una velocidad muy baja, pero la lluvia parecía una tormenta. Los limpiaparabrisas no se daban abasto, eran ganados por el agua que caía a cantaros.
La mamá del niño iba sentada junto a su esposo. Éste sujetaba la guía muy firmemente. La carretera siguió. El coche entró en una curva y las llantas derraparon. El señor hizo todo lo posible por frenar, pero no lo logró. El vehículo se salió de la carretera y se fue a impactar contra un árbol.
Madre e hijo murieron en este fatal accidente. Don Kenny, que iba del lado menos golpeado, solamente sufrió unos golpes y raspaduras; pronto se repondría, en cambio su esposa y su hijo no.
El señor había quedado herido, no físicamente, su cuerpo ya se había curado, sino que emocionalmente. Desde que el accidente sucedió, él nunca volvió a ser el mismo. De ser un hombre fuerte y vigoroso, pasó a ser un hombre débil y demacrado. Ya nadie reconocía en él aquel rostro tan distinguido.
-¡Aléjense de él! -les pidió Eddie a los niños que trataban de robarle al señor borracho. Éstos no habían obedecido a la primera, sino que a la tercera vez, cuando él se les acercó y los amenazó con el palo que tenía agarrado. Sólo así entonces hicieron caso y se alejaron.
Eddie conocía muy bien al señor borracho, ya que él y su padre habían sido muy amigos. Cuando éste murió, don Kenny fue el único que se le acercó al niño para ofrecerle su ayuda incondicional.
-Muchacho, cualquier cosa que necesites, no dudes en buscarme para pedirmelo -le dijo el señor. Pero el niño pensó que él ya había sido muy generoso cuando vivía su padre, así que se prometió no molestarlo más.
Eddie se dedicó a trabajar para tratar de olvidar la ausencia física de su padre; ¡lo amaba tanto! Muchas veces se había dicho y prometido que ni esto ni nada lo harían llorar, aunque la verdad es que todas las noches lloraba por él, y por su madre fallecida.
La mamá del niño había muerto cuando lo trajo al mundo. El parto había sido muy difícil y doloroso, así que ella no sobrevivió. Jamás conoció el rostro de su hijito. Ahora el niño tenía diez años, en unos meses más cumpliría once.
Eddie se agachó frente al borracho, pero no supo qué hacer. ¿Despertarlo? No. ¿Tratar de levantarlo? Tampoco. Pesaba mucho. Entonces se le ocurrió sentarse allí y esperar. Pensó que lo mejor que podía hacer era quedarse aquí y vigilar que nadie se le acercase para robarle. Esperaría hasta que el señor se despertase, o hasta que se le pasase la borrachera.
Era de tarde pero todavía quedaban unas horas más de luz. Eddie estaba muy cansado. Venía saliendo de su trabajo de cerillito en un súper. Después de pasar una hora vigilando, sus ojos no resistieron más y se durmió.
Cuando se despertó no reconoció el lugar en donde estaba. ¡Era un cuarto muy bonito!
-¿Cómo llegué hasta aquí? -quiso saber. Entonces se levantó y salió a buscar. Sólo reconoció este lugar cuando se aproximó hasta la sala. ¡Estaba en la casa de don Kenny! El niño, al instante de mirar aquellos muebles, enseguida recordó todas las veces en que él y su padre habían estado aquí, él jugando con el hijo del dueño, y su padre platicando con su buen amigo.
-Muchacho, ¡has despertado!
Don Kenny estaba sentado solo en aquella sala. Ya se había bañado y cambiado de ropa. ¡Había vuelto a recobrar su aspecto antiguo! ¡Parecía haber renacido! Ya no quedaban rastros del dolor en su rostro, ahora éste solamente poseía una tristeza que lo hacía parecer
un hombre sabio.
-Don Kenny… ¿es usted? -El señor sonrió-. El mismo. ¿Es que acaso no me reconoces?
-Yo… Es solo que… no entiendo. Hasta donde yo recuerdo, hace unas horas usted… estaba…
-¡Dilo muchacho! ¡No te cohíbas!
-Borracho… Borracho y tirado en la calle.
-Sí. ¡Es verdad! -replicó el señor, y siguió hablando-: Yo… estaba enfermo. Y sólo emborrachándome lograba apaciguar un poco el dolor que me torturaba… Así que salía de esta casa y me iba a tomar, hasta perderme por completo. Y esta tarde no fue la excepción.
-¿Quién me trajo aquí? -quiso saber Eddie.
-Yo mismo, hijo.
-¿Cómo…?
Cuando me desperté y te vi, no te reconocí enseguida, pero después sí. Entonces me acordé de tu padre y de los grandes amigos que éramos. Luego empecé a pensar y a reflexionar sobre muchas cosas. Recordé a mi esposa y a mi amado hijo, y al final me dije que no podía seguir así, perdiéndome yo también, cuando ya he perdido lo más valioso de mi vida.
Al verte allí acostado, no pude evitar llorar de nuevo. Porque verte fue como volver a ver a mi hijito. -Hizo una pausa y siguió hablando-. Por mi mente pasaron todas las veces en que lo había cargado en mis brazos para llevarlo a su cama, cada vez que se quedaba dormido viendo la tele conmigo. Entonces, como si de él mismo se tratase, me agaché y te cargué en mis brazos. Caminaba de regreso a casa y te miraba dormido, y de repente pensé: “este niño ya no tiene padre y yo ya no tengo hijo”. Entonces fue cuando me di cuenta de que la vida, en cierta forma, volvía a darme un hijo.
-Eddie, ¿quieres ser mi hijo?
El niño, que tanto había amado a su padre, al escuchar esta pregunta solamente pensó que la vida, en cierta forma, volvía a darle a un padre. Después de pasados unos segundos de silencio, sonrió y dijo:
-¿De verdad me lo está preguntando, señor?
-Sí, Eddie. De verdad.
El niño volvió a quedarse callado, parecía estar pensando. Después de transcurrir dos minutos, él finalmente dijo:
-Sí, ¡sí quiero serlo!
Y corriendo fue y se abalanzó sobre el señor; ¡lo abrazó! ¡Volvía a tener padre! Y el señor lo recibió desbordándose de alegría;
¡volvía a tener hijo!
Desde este día, don Kenny ya nunca más volvió a emborracharse, porque ahora tenía un nuevo hijo al cual cuidar y educar. Eddie renunció a su trabajo para dedicarse a sólo estudiar. Todo lo que él quería era ser un buen estudiante para llenar de orgullo a su nuevo padre. Y los dos fueron muy felices. PADRE E HIJO FUERON MUY FELICES PARA SIEMPRE.
FIN.
ANTHONY SMART
Enero/30/2017