El triunfo exige una humildad magnánima que no admite patear al oponente en el suelo, como tampoco descuartizar al muerto o colgar su cabeza decapitada en la plaza pública.
Cuando así se hace, se cambia de enemigo, que ya no es entonces el caído o decapitado, sino quienes observan la escena. Y, así, el castigo adquiere la calidad de ritual del suplicio.
Para Foucault el suplicio tiene una función jurídico—política de poder. Un ceremonial para reconstituir una soberanía momentáneamente ultrajada —en los hechos o en las paranoias y fantasmas del poderoso— y restablecerla en todo su esplendor, pero, por igual, con el de su terror.
Ante el eclipsamiento del poder, relumbra crecido e irresistible; omnímodo, implacable; asimétrico a todo: supremacista. Por tanto, la ejecución no puede ser un mensaje de mesura ni de aliento; al contrario, debe ser el desequilibrio desmandado, el exceso, la furia, la sevicia, el más vil de los escarnios.
Y lo que hoy observamos no es una reforma judicial, es un ritual de ejecución, un cadalso público con verdugo y hacha sangrante.
La afirmación enfática y enfermiza del poder.
Dice Foucault que el ritual, por eso, debe ser aterrorizante.
Y en eso estamos.
La pregunta, sin embargo, es: ¿quién es ya hoy el enemigo: el poder judicial caído, pateado, descuartizado y decapitado, o los mexicanos que observamos aterrados su ejecución?