El Ágora
La connivencia del gobierno con el crimen organizado y la falta de una estrategia de seguridad pública incitan a que la sociedad civil rompa el pacto social y recurra a la justicia de propia mano. La masacre ocurrida en Texcaltitlán -a 65 kilómetros de la capital mexiquense-, que dejó once sicarios asesinados por los propios pobladores debe encender los focos rojos en las autoridades ante la posibilidad de caer en un Estado fallido.
La función primigenia de todo Estado es garantizar la seguridad de los gobernados y proteger su integridad física y patrimonial. Para ello se estableció el pacto social, mediante el cual los ciudadanos renuncian a la venganza y otorgan al gobierno el monopolio del uso legítimo de la fuerza para mantener el orden y la paz pública. En el sexenio de la 4T se perdió la gobernabilidad y el control territorial de buena parte del país. El México violento ha cobrado la vida de 145 mil personas, la mayoría de ellas gente inocente que insensibles autoridades ven como daño colateral.
Desde las elecciones intermedias se hizo evidente la intervención de la delincuencia organizada en los comicios y el incremento de la violencia política, cuya consecuencia fue la eliminación de candidatos, la intimidación y secuestro de políticos, la destrucción de casillas, la amenaza al votante para desalentar la participación ciudadana o inducir el sufragio. Se perdió la gobernanza.
Texcaltitlán es el aviso de que la sociedad ya no soporta más el hostigamiento de las mafias y reprueba la inacción o complicidad gubernamental. Por ello está dispuesta a romper el pacto social y regresar a la ley natural o la ley del Talión. Es evidente que las autoridades no harán nada para salvaguardar la vida y el patrimonio de la gente o garantizar la paz social; por eso no les importa arriesgar la existencia misma para defender a su familia y sus pertenencias.
El inquilino de Palacio Nacional contraviene su propio apotegma de que para combatir al crimen se debe acabar con la desigualdad social. Acertado el diagnóstico, pero equivocado el pronóstico. No solo hay que disminuir la pobreza, se requiere abatir el rezago educativo y generar empleo, además de enfrentar a la delincuencia con una política pública de seguridad que atienda la prevención, controle la criminalidad y abata la impunidad. Mientras eso no ocurra, avanza la ley del Viejo Oeste.
Por otra parte, el presidente con su estrategia distractora para evadir los problemas nacionales, culpa, sin pruebas, a los estudiantes de Medicina de Celaya de drogadictos para no reconocer la impunidad con que actúan las mafias. Justifica la masacre de Texcaltitlán con el falso argumento de que las familias no inculcan en los jóvenes valores que los alejen de las adicciones, cuando es evidente que el conflicto no fue por drogas. Jinetes modernos del Apocalipsis son además del narcotráfico, otros males sociales como el contrabando de armas, la trata de personas, el secuestro, la extorsión y el cobro de piso. Ese fue origen de la acción punitiva de los pobladores en contra de quienes los pretendían someter a tributos ilegales. No fueron los narcóticos, sino la usurpación de funciones exclusivas de un gobierno que claudicó y entregó la plaza.
Texcaltitlán es el anuncio reiterado de una rebelión social en contra de la delincuencia. Es la liberación del tigre con que tanto amenazó el tabasqueño para llegar al poder.
Sin pacto social no hay gobernabilidad y no solo es el caso mexiquense, es Chiapas y el control de grupos delictivos que matan y desplazan a comunidades como en, Oaxaca, Michoacán, Guerrero, Zacatecas, Guanajuato y Veracruz; son polvorines que desencadenarán la desobediencia colectiva y el estallido social. Nada de que estamos bien y de buenas, el gobierno no puede ni debe delegar la responsabilidad de mantener la seguridad y paz social en manos de los ciudadanos. Es su responsabilidad y si no pueden que renuncien (Alejandro Martí dixit). Estamos a un tris del Estado fallido.