CUENTO
Acostada en mi hamaca, permanezco despierta; esperando a Gordot. Deben ser ya más de las once y; supongo que él ha de estar esperando a que dé la media noche. ¡Siempre le ha gustado venir a esa hora! Hace tiempo que lo sé. En cada una de sus visitas, a lo lejos, he escuchado el canto de algunos gallos. De esta manera es como, después de unos meses, supe que su hora para venir a verme eran las doce.
En su cabeza él no ha de imaginar que esta noche le daré una gran sorpresa. ¡Sí! Cuando se acerque a mí, le dejaré hacer lo mismo de siempre; ¡lo dejaré jugar conmigo! Mi madre, como todas las noches, no estará. Lejos, en su trabajo, ¡nunca supo que Gordot siempre las tuvo muy fáciles para divertirse conmigo!
Todo comenzó hace ya unos cinco años, cuando yo tenía ocho años. La primera vez –lo recuerdo muy bien-, ¡temblé al darme cuenta de que él me acariciaba!, no como se supone que un padre debe hacerlo, sino que…
Recuerdo que él entonces me dijo: “Esto que ahora estoy haciendo es un juego muy bonito entre tú y yo, ¡y que no debes contarle a nadie!” Aterrada por verme en esta situación, no dije nada. Después de todo, ¡no habría podido! De repente, parecía haberme quedado muda.
Haciéndole caso a Gordot, ¡nunca le dije nada a mi madre! La pobrecita; se la pasa trabajando todo el tiempo que; ¡¿para qué iba a cansarla más con mi problema?! ¿Llorar frente a ella, deprimirme y maldecir por lo que el degenerado de su esposo –y mi padre- me hacía? ¡No! De ninguna manera lo haría. En vez de eso, opté por ser una valiente, ¡y no una cobarde!
Y ahora, ¡aquí me tienen!, ¡esperando a Gordot! Mi cuarto se ve iluminado un poco por el brillo de la luna. Afuera los grillos chillan, y alguno que otro perro ladra. “¿Dónde estará Gordot?”, me pregunto. Siento mi brazo un tanto cansado. Y es que, ¡toda la mañana me la pasé practicando!, para no fallar.
Pasa el tiempo y… ¡Gordot ya viene! He escuchado el ruido que sus chanclas hacen al chocar contra el suelo. Unos segundos más y; veo que la puerta se va abriendo. La luz del pasillo me permite verle un poco el rostro. “¡Gordot debe estar muy feliz!”, pienso, para luego recordar lo que hace unos meses me dijo: “El día que tú cumplas trece años, esa noche, ¡al fin te haré mi mujer!” Hoy, al dar las doce, será mis cumpleaños. Y Gordot, mi padre, quiere festejarlo: ¡abusando de mí!
Pasan otros segundos y ¡ya se ha sentado en mi hamaca! “¡Qué bonita estás!”, lo escucho susurrar, mientras sus dedos empiezan a recorrer mis piernas infantiles. “Hoy voy a darte un enorme regalo, ¡que espero te guste mucho!”, dice, al momento de acercar su rostro al mío. Sin moverme nada, sigo fingiendo estar dormida. Espero y espero el instante para darle a mi querido padre su regalo. ¡Hoy también él cumple años!
Sentado en la orilla de mí hamaca, Gordot se la pasa jugando conmigo, ¡como todas las noches! Para este entonces ya me ha tocado la vagina, mis pechos incipientes, mi estómago; ¡casi todo! Pero solamente lo ha hecho sobre mi camisón. Al parecer esta noche él quiere hacerlas de emoción.
“¡Vamos!”, lo incito con mi mente. “¡Te hace falta tocar una parte!”, le reclamo. “¡¿Qué estás esperando para hacerlo?!” “¡Tócame, Gordot!” “¡Hazlo ya!” Mi padre, al instante parece adivinar mi petición. Porque entonces lo veo inclinar su cuerpo hacia el frente. “Uno, dos…”, empiezo a contar mentalmente, mientras voy sintiendo cómo va acercando mi pie hacia su boca.
“Uno, dos…” Gordot se encuentra ya chupando los dedos de mis pies, como si estos fuesen un caramelo, cuando yo vuelvo a contar: “Uno, dos… ¡Tres!” Al instante saco el chuchillo, que tenía escondido en la orilla de mi cuerpo, y entonces se lo clavo ¡con todas mis fuerzas! No sé si he atinado donde está su pulmón, pero lo que sí sé es que todo el arma le ha penetrado. “Como un pene en una vagina”, pienso.
“Ma…” Gordot no logra articular la palabra completa: “Maldita”. Porque entonces no le he dado tiempo para ganar un poco de aire. Con la ayuda de un pica hielos, le he perforado el otro lado de su espalda. Gracias al dolor, veo caer al suelo la mayor parte de su cuerpo. Su brazo izquierdo ha quedado colgando de mi hamaca.
“¡Rápido!”, me digo, y entonces lo pateo. Después salto al piso y corro hacia mi cómoda para buscar mi linterna. Lo tomo y lo enciendo. “¡¿Hay alguien ahí?!”, enseguida bromeo, mientras muevo mi luz como aquel personaje de la película “Titanic”. ¿Se acuerdan?
Y, como si Gordot fuese “Rose”, enfoco su cara. “¿Jugamos un rato, papi?”, le pregunto, cuando veo en sus ojos el mismo terror que aquella primera noche sentí, ¡por su culpa! Pero Gordot no me responde, ¡no puede! Para este entonces el piso ya no es blanco sino rojo.
“¡¿Hay alguien ahí con vida?!”, vuelvo a preguntar. “¡Gordot!, ¡rápido! ¡Haz sonar tu silbato!” le digo. Pero mi padre no me hace caso. Por lo visto, ¡no quiere ser rescatado! Paso jugando unos minutos más con él, hasta que de repente se me ocurre una gran idea.
Ya sin temor a ensuciarme mi camisón, enseguida me hinco frente al charco de sangre. Y fingiendo estar en un parque lleno de arena, con la punta de mi dedo empiezo a dibujar sobre la mancha roja el pene que tantos años este degenerado me obligó a chuparle.
“¡Gordot!”, exclamo, cuando he pegado mi rostro al suyo. “¿Te ha gustado nuestro juego de esta noche?”, le pregunto. Pero Gordot no me responde. Él está ¡tan feliz!, que solamente tiene la boca rebosante de sangre como para poder decir que… “¡Sí!”.
FIN.
Anthony Smart
Mayo/31/2020