Luis Farías Mackey
La legitimidad que hace valer López Obrador se sostiene en dos puntales contradictorios entre sí, y uno, en sí mismo, insostenible.
Empecemos por el primero: La Cuarta Transformación responde a un determinismo histórico ajeno a la democracia e inevitable. Con la misma fuerza históricas que hubo un Hidalgo e independencia, un Juárez y reforma, y un Madero y Revolución, hoy hay un López Obrador y la Cuarta Transformación. No fueron ellos hombres y hechos únicos en circunstancias de suyo arbitrarias e irrepetibles, sino designios de una historia patria prefijada de antemano. Historia patria, además, simplificada hasta la caricaturación, sin mayor rigor científico y político que el interés personal de quien acomoda los hechos a su medida. La historia, así, no es algo que hacemos, sino que cumplimos fatal ya mecánicamente conforme el guion y prescrita de ella. Nada podemos contra ese guion. La Cuarta Transformación tiene una validez trascendental, algo así como el regreso de Quetzalcóatl en castigo a los Mexicas visto por Moctezuma y sus sumos sacerdotes con la llegada de los españoles a las costas del hoy Veracruz, o el fin de la historia de Marx, o la voluntad general de Rousseau; todas ellas verdades trascendentales sobre las que todo mundo no puede más que estar de acuerdo y que nos privan de la necesidad de ponernos de acuerdo políticamente, pero también de ejercer nuestra libertad y voluntad. Por sobre los hombres, así como las fuerzas naturales, existen fuerzas históricas irresistibles que elevan ciertos hechos y personajes a la categoría de verdad incuestionable. Ya no es el hombre y su felicidad la razón de la vida en sociedad, sino la victoria de la historia, incluso por sobre la destrucción de la vida humana misma redimida, sin embargo, como medio o como sacrificio de un fin históricamente preescrito y épico.
Todo esto tiene mucho de dogma y de fe, y muy poco de libertad y dignidad humana; dejamos de ser sujetos de la historia para ser sus instrumentos. Nuestra razón es ser medio para el triunfo de un episodio histórico llamado Cuarta Transformación, incuestionable e irresistible.
En ello radica la genialidad y locura del discurso político de López Obrador, quien así evitó tener que vendernos una propuesta política, discutirla y menos aún llevarla a cabo; le bastó con mostrase él mismo como una epopeya dispuesta desde un más allá patrio, donde él se codea con los grandes héroes nacionales y queda de antemano exento de acreditar cualquier logro o desempeño. A diferencia de Aquiles que tuvo que optar entre la fama imperecedera o la vida larga, o de Ulises que tuvo que cumplir su Odisea para regresar a Penélope, López simplemente es, no tuvo ni tiene nada que hacer ni probar. Él es historia prefijada, idealizada y colmada. Lo vemos performar todas las mañanas, pero eso solo es un performance para llenar y distraer el tiempo, porque su verdadera realidad está con los héroes del logotipo de su gobierno siempre expuesta a sus espaldas para que nadie olvide ni se distraiga de los designios de la historia. En eso consiste la Cuatro T, no es un proyecto, ni un gobierno, ni una tarea a llevar a cabo o una meta por alcanzar; es una entelequia más del determinismo histórico impuesto a la razón y vida del mexicano. Un emblema y caricatura.
La otra vertiente es la opuesta y de la que echa mano también con razonamientos y conclusiones que espantan. Con independencia al determinismo histórico de la Cuatro T, alega una legitimidad democrática de 30 millones de votos. Nada más que ambas legitimidades se excluyen: o se es producto inevitable y epónimo de la historia, o se es en la eventualidad de la historia. Me explico, ganar una elección no es más que eso. Es un triunfo como tantos otros. Podrá haber sido por un número de votos considerables que, además, tienen su explicación por una diversidad de circunstancias que se conjuntaron a su favor. Pero para efectos prácticos y políticos no hay en su triunfo y mandato democrático nada que difiera de ninguno otro precedente en, por lo menos, las tres elecciones previas.
30 millones de votos que implican una responsabilidad y mandato a cumplir con caducidad prefijada. 30 millones que obligan al cumplimiento de una función y una Constitución, que no prescriben historia alguna, sino que disponen atribuciones y obligaciones a cargo del Estado y libertades y derechos a respetar, y cuyos desempeños serán juzgados en sus méritos por la historia verdadera, no la prostituida y delirante.
PS. — En su automarcha de mañana, López volverá a hablarnos de su “testamento político”, porque para él la historia le pertenece por designio, pero también a futuro.