Luis Farías Mackey
Un muy querido amigo me hizo ver que el delirante no conoce el miedo: “no experimenta ni miedo, ni culpa ni afecto profundo ante nada ni por nadie, pues por definición no desarrolla vínculos duraderos con nadie ni con nada. Su energía, su libido en el sentido originario, está centrado y estructurado en y en torno de su delirio, y ese le hace imposible cualquier emoción que pudiese frenar o inhibir impulso alguno. El delirante es obsesivo, compulsivo e irrefrenable, y justo por eso peligroso para el mismo y para su entorno. No se mide, por el contrario, cuando enfrenta alguna resistencia, lejos de retroceder o rectificar se crece, se encrespa, lo que los comentaristas llaman “dobla la apuesta”. Respecto a su entorno, es justo este rasgo atrevido, desusado, aventurado, indómito lo que ejerce una fuerza inmovilizadora en los otros a quienes, o bien seduce y lo siguen hipnotizados, pues envidian o admiran su atrevimiento, o intimida, pues se allanan, ceden o conceden por temor a lo que creen sea capaz de atreverse”. Ello en atención a mi texto “Los pobres, el nuevo tigre”, donde asevero que a López Obrador le mueve el miedo de ver perdido su legado. No puedo más que aceptar mi error y pedir disculpas a mis lectores, en su delirio, o es adorado y eso le confirma no ser igual a nadie, o es odiado, lo que también le confirma su condición única y excepcional en el mundo.
Pero mi amigo me abre otra veta que hoy comparto con ustedes.
Así como a López le es imposible la emoción del miedo, le es inadmisible, por igual, cualquier emoción lúdica. Él no goza el juego ni la apuesta: casino, ruleta, jugadores y apuestas no están ahí ni para jugar, sino como partes de un mundo que gira en torno suyo. Si gana, confirma su delirio: es él el gozne del universo. Si pierde, cuantimás lo reconfirma, por eso el universo se opone a que lo sea.
Si ello es así, la mayoría de nuestros sedicentes políticos, partidos y ciudadanía lo siguen en su delirio jugando su juego político. Se obstinan en jugarlo con sus reglas y conocidas trampas. Las mismas viejas trampas de un sistema hegemónico que ya en sus estertores han sido llevadas a un extremo delirante. Juego que se empeñan en jugar en condición de títeres de reparto, sin posibilidades de ganar y condenados a reafirmarlo en su locura.
Se equivocan: cual adictos a la apuesta, juegan a apostar sin salida posible, en vez de recuperar el juego por el juego mismo. Aceptan sufrir el juego, no lo gozan. Y en esto, todos hemos perdido nuestra capacidad de bailar y brillar, de reír y gozar. Jugar ya no es una expresión de vida y superación, sino sufrimiento sin solución.
Tenemos que desaprender para ver de nuevo al azar como un infinito de posibilidades y no como una condena eterna.
En lugar de apostar a la apuesta, apostémosle a jugar. No compremos la apuesta de un dealer tramposo en un casino de rufianes (utilizo las palabras de López, dichas mientras ante la debacle y frente a nuestros ojos dedica tardes enteras a jugar, quitado de la pena y de la realidad, béisbol); cambiémosle el juego y corramos su apuesta no por ella, sino por el juego mismo. Recuperemos la libertad lúdica de jugar. No juguemos su delirio, hagamos nuestro propio juego, uno que no se refiera a él, que sea sin él: un juego verdaderamente público y ciudadano.
Se nos ha olvidado que el lanzamiento de los dados es la afirmación de lo múltiple. Para López el poder es la abolición de lo plural, y no —como lo es— su único producto: su juego es suyo, exclusivo y excluyente, uno u único; siempre el mismo y él mismo. Recuperemos el jugar el juego, jugar a jugar, abrazar el azar, hundirnos en lo desconocido de sus posibilidades, adentrémonos en su ocaso en busca de una aurora inédita, juguemos a jugar un nuevo y diferente comienzo, a la posibilidad de hacer todo distinto y diferenciado, afirmémonos en el mundo jugando, no nos difuminemos en él en la pasividad o, peor aún en un delirio. Recuperemos el jugo de la democracia, no repítanos sus conocidos vicios y taras. Hay en la democracia un infinito de grandes números y de libertad que ninguna ciencia conductista, algorítmica o populista clientelar, ni ningún delirio pueda encerrar una vez liberado.
La sabiduría de la democracia es poner en juego periódicamente las fuerzas telúricas de la libertad humana. La perversión de la democracia es manipular, descarrilar, uniformar o encadenar esas fuerzas y su consubstancial libertad o, como en nuestro caso, alienarlas en el laberinto de un delirio exacerbado. De eso se trata hoy también el juego, no sólo de jugar lo plural, sino de jugarnos que lo plural —lo político— sea aún posible. Atrevámonos a ser libres, a hacer acción la democracia.
Somos en el devenir, pero no arrastrados en su corriente, o movidos en rebaño, sino siendo y apareciendo en él. ¿Cómo? Haciéndonos ver y oír, distinguiéndonos y diferenciándonos en nuestra pluralidad: discursando y actuando. Comenzando a cada instante un juego nuevo y diferente: una nueva visión de mundo y de país. El delirio es repetitivo, baste ver cualquier mañanera, la verdadera política es siempre un nuevo comienzo.
Aún hay caos suficiente en vosotros, decía Nietzsche, para hacer surgir una estrella danzarina. Aún hay democracia en nosotros, digo yo. ¿Qué vamos a hacer con y de ella antes de que nos la quiten totalmente?
López controla parte del juego, pero no su infinita imprevisibilidad. De allí su desesperación por hacerse de la organización, árbitros y jueces de las elecciones. Y, sí, quizás pueda hacerlo, lo que nunca podrá será controlar la libertad de pensar, discursar y actuar inmanente y soberana en cada uno de nosotros. Juguemos nuestro juego, no el de él. Disfrutemos la democracia, no la padezcamos. Es el juego mismo lo que está en juego, no el premio. ¿Para qué queremos premio a costa de dejar de jugar? ¿De qué sirve un premio sin juego, si lo que jugar es lo que nos diferencia del resto de los seres vivos? Decía Kant que quien no se conmueva ante la vida no tiene derecho a vivirla. Y un delirante, hoy ya lo sé, es incapaz de emocionarse.
¿Y nosotros?
Al menos frente a él tenemos todavía una ventaja: aún tenemos capacidad de gozar el juego. ¡Gocémoslo!
¿Jugamos?