Luis Farías Mackey
Aquella mañana, ateridos de frío, alrededor de nuestros cafés y piezas de pan preguntó por mi temblor de manos.
“Perdóname, pero el verdadero amigo tiene que decir lo que ve y piensa”, dijo en disculpa.
“Se llama temblor familiar, contesté, no es nada grave, sólo tengo que tomar mis medicinas con mayor disciplina. Aprecio tu preocupación”.
“La verdad, se apresuró a decir, es que, así como me ves, tengo muy pocos y verdaderos amigos”.
Confirmé entonces lo que siempre había sabido, a pesar de las distancias, por sobre de los años, más allá de las diferencias.
Por mi parte siempre ha sido un amigo impar. Mi afecto, respeto y cariño solo han aumentado a través de nuestros abismos. Porque los abismos distancian tanto como unen. La fisura es sólo los pliegues exteriores del infinito tocándose en sus extremos.
Pero bien dice Paoli: “No es extraño que la política aleje a los amigos y acerque a los enemigos”. (Madrugando amanece; Paoli, Francisco; 1987).
La verdadera amistad se extraña. Cuando cajas obstaculizan la amistad y a la distancia se observa el extravío desolado del amigo, el temblor no es familiar, es fraternal. No es de manos, es del alma.