Astrolabio Político
Por: Luis Ramírez Baqueiro
“Hace falta más valor para sufrir que para morir”. – Napoleón Bonaparte.
Por donde se le mire, el escándalo por los presuntos vínculos del exsecretario de Gobernación y actual coordinador parlamentario en el Senado, Adán Augusto López Hernández, con el grupo delictivo conocido como La Barredora, no es un simple episodio de corrupción ni una anécdota para el archivo muerto. Se trata, en realidad, de una bomba de profundidad que amenaza con detonar las entrañas del régimen lopezobradorista y que ha comenzado a generar repercusiones políticas, mediáticas y judiciales de gran calado. La pregunta es: ¿hasta dónde llegará esta sacudida y qué se pretende ocultar en el camino?
El caso, que ya ha acaparado titulares internacionales, no solo compromete a un operador clave del sexenio pasado, sino que expone una madeja de relaciones, complicidades y redes que podrían implicar a figuras de primer nivel dentro del aparato gubernamental del llamado proyecto de la Cuarta Transformación. Lo más delicado del asunto es que este nuevo frente se abre justo en el inicio del gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo, quien, sin deberla, comienza a cargar con el lastre de una herencia incómoda que no termina de desactivarse.
Pero el golpe no es casual ni aislado. Como ya es costumbre en los momentos de crisis, desde la propia narrativa oficial —y por supuesto desde las cajas de resonancia mediáticas afines— se ha comenzado a desplegar una ofensiva para distraer, confundir y diluir la magnitud del escándalo. Veracruz se ha convertido en el blanco preferido de esta estrategia. La razón es simple: la entidad es gobernada por Rocío Nahle García, una de las pocas figuras de la 4T que aún goza de credibilidad y firmeza política. Atacar a Nahle representa, entonces, un intento por minar la solidez de los liderazgos emergentes y al mismo tiempo desviar la atención de la tormenta real que se cierne sobre Palacio Nacional y el Senado.
Lo que se pretende es reeditar la vieja receta de las cajas chinas: crear controversias artificiales, sembrar dudas sobre otros actores políticos, reactivar viejos conflictos locales y posicionar narrativas distractoras. Sin embargo, el problema de fondo es mucho más profundo. Lo que estamos viendo con Adán Augusto y La Barredora podría ser apenas la punta del iceberg de una operación mucho más amplia y oscura, una que pone en tela de juicio los compromisos reales del lopezobradorismo con la legalidad, la transparencia y la justicia.
En esta historia, Estados Unidos no juega un papel menor. Al contrario, todo indica que el verdadero guión se está escribiendo desde allá. Para nadie es un secreto que Washington tiene la vista puesta en los vínculos entre el crimen organizado y actores políticos en México. Pero el enfoque estadounidense, más que de justicia, obedece a una lógica geopolítica e incluso financiera. Durante décadas, los gobiernos de ese país han usado las redes del narcotráfico como herramientas para sus incursiones en Centroamérica, Sudamérica y el Medio Oriente. Y ahora, en un intento por reorganizar el tablero, pretenden erigirse en jueces implacables de un juego que ellos mismos ayudaron a construir.
Creer que todo el mal se concentra en territorio mexicano es una ficción conveniente. La verdadera estructura criminal que sostiene el negocio de las drogas se encuentra del otro lado de la frontera, en las altas esferas del poder económico y político estadounidense: Wall Street, las grandes farmacéuticas, las financieras que lavan dinero a través de complejos mecanismos bursátiles, y los funcionarios que hacen la vista gorda. México es, en esta lógica, apenas el campo de batalla, el peón sacrificado para mantener intactos los intereses de las grandes élites globales.
Lo verdaderamente crucial es saber si los norteamericanos están dispuestos a llevar esta historia hasta las últimas consecuencias. Porque si lo hacen, la caja de Pandora que se abriría no solo comprometería a personajes como Adán Augusto, sino que podría arrastrar a verdaderos símbolos del lopezobradorismo. Uno de ellos es Manuel Bartlett Díaz, actual director de la CFE, y señalado históricamente como uno de los primeros grandes articuladores del narcotráfico como estructura paralela de gobernanza en México. Su papel durante las décadas de los 80 y 90 en la consolidación de los cárteles es un secreto a voces que ahora podría cobrar nueva relevancia.
El supuesto “daño colateral” que se busca infligir en Veracruz es parte esencial de esta estrategia. No se trata solo de minar a Rocío Nahle, sino de proteger a otros intereses que han operado en la sombra durante décadas. Un ejemplo claro es el Clan Yunista de Boca del Río, cuyo poder y conexiones atraviesan gobiernos, partidos y sexenios. No es coincidencia que uno de sus operadores haya tenido a su cargo las cárceles del país justo cuando algunos de los más importantes capos del narcotráfico lograban fugas espectaculares. No se puede hablar de limpieza sin antes poner el reflector sobre estos nudos de poder enquistados.
Y mientras las élites políticas juegan a descubrir el hilo negro, la realidad es que este “negocio” lleva funcionando desde tiempos de la Revolución Mexicana.
Nada de lo que hoy se revela es nuevo. Lo que cambia es el momento, el contexto y los actores en disputa. El problema es que ahora el andamiaje está más expuesto que nunca y las consecuencias de una limpieza real serían devastadoras para todas las fuerzas involucradas.
En medio de este huracán, Rocío Nahle resiste. Lejos de plegarse a la presión, ha comenzado a denunciar los embates mediáticos y políticos de un sector neocuatroteísta que pretende imponer nuevas lealtades sin resolver los errores del pasado. Nahle entiende que el verdadero enemigo no está en su estado, sino en el corazón del viejo sistema que nunca se desmontó del todo. La gobernadora veracruzana, en ese sentido, representa una figura incómoda para quienes buscan que todo siga igual bajo nuevas siglas.
Hoy por hoy, Claudia Sheinbaum se enfrenta al dilema más complejo de su incipiente mandato: decidir si tendrá el valor de romper con los pactos heredados o si optará por protegerlos en nombre de la estabilidad. El caso Adán Augusto no es solo un problema político; es una prueba de fuego para todo su gobierno. Si decide ignorarlo o minimizarlo, su presidencia comenzará a arrastrar una sombra que, con el tiempo, podría oscurecer cualquier logro.
Lo que está en juego es mucho más que una carrera política o una elección. Se trata del alma misma del proyecto de transformación que millones de mexicanos abrazaron con esperanza. Y si ese proyecto fracasa por culpa de la corrupción, la impunidad y las complicidades históricas, el costo no solo será político. Será moral, ético, y devastador para una generación que creyó que era posible un país distinto.
Y quizá entonces, en ese escenario, la historia vuelva a repetirse como tragedia. Porque en este país, cuando el poder se pudre desde dentro, lo primero que se hace es buscar culpables fuera. La Barredora no solo es una organización delictiva; es también el símbolo de todo aquello que los gobiernos prometen erradicar, pero que terminan encubriendo por conveniencia. Hoy está barriendo con lo que queda de la 4T, y lo peor es que, quizá, apenas comienza.
Al tiempo.
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