Relatos dominicales
Miguel Valera
A pesar de que desde niña su madre le dijo que su padre se había muerto, Aurora sentía un hueco en el corazón por la ausencia de quien le había dado la vida. Un día su tía Chole le contó que no estaba muerto, que una mañana fría de invierno tomó sus cosas y se fue a vivir “allá por Alvarado o Tlacotalpan; la verdad es que no sé muy bien”, le soltó a bocajarro.
Aurora era una mujer muy guapa que hacía honor a su nombre. La conocí una tarde de verano en La palapa del Artista, escuchando los versos que Nicolás Ventura le dedicó, admirado de su belleza: Aurora lleva por nombre / lo digo aquí en Alvarado / es mi verso obligado / su belleza, de renombre, / no hay uno que no se asombre / ¡Bienvenida a nuestra tierra! / Mujer con ojos tan bellos / son de Dios estos destellos / ¿pampanito o una sierra? / porque al mar uno se aferra.
Fui su mesero ese día. Le ofrecí un caldito de camarón de entrada y una posta de robalo a la veracruzana, que era lo que a mí más me gustaba. Aceptó sin chistar, con una sonrisa que nunca olvidaré. De postre pidió plátanos fritos y le llevé de cortesía un vasito con torito de guanábana. Se ve que le encantó porque me lanzó una mirada de “quiero más”, lo que hice con mucho gusto. Ese día me gané su confianza porque me pidió que le acompañara a recorrer la ciudad.
No hay mucho que ver, le dije, mientras caminábamos en el parque central y le mostraba la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario contándole la anécdota de que en alguna ocasión un gobernador, que tenía amistad con el párroco, llegaba con maletas de dinero y le repartía a la gente. Luego se iba y le decía al cura que siguiera entregando, pero el religioso se metía a la sacristía, ponía los fajos de billetes en una mesa y serio, en modo oración, decía: Señor, lo que agarres es tuyo y los lanzaba al cielo. Obvio, Dios nunca aparecía para tomar un solo fajo.
Mientras caminábamos por el malecón, ya cuando había ganado su confianza, Aurora me contó que venía buscando a su padre. De su bolso de mano me enseñó una foto y un acta de nacimiento donde se leía el nombre de Julián López Rodríguez. Me quedé sorprendido. Se llama Julián y sé que se vino a vivir a este pueblo, me dijo. Le pedí que me permitiera hacer un registro con mi teléfono y esa noche no dormí. Al otro día, cuando pude fui a casa de “Julia”, un amigo transexual que conocía de hace muchos años y le pregunté si en su vida pasada había tenido una hija. Lo negó.
Pues hay una chica en el pueblo que anda preguntando por Julián López Rodríguez. ¿No es ese tu nombre? “Julia” se sonrojó y aunque sorprendida, aceptó que sí, que en efecto ese era su nombre. “Pero cómo puede ser”, me dijo, mientras me tomaba de los hombros. No lo sé, le contesté, pero hay una chica que trae un acta de nacimiento con ese nombre y una foto de un hombre que se parece mucho a ti.
“Julia” (Julián) había tenido en efecto “otra vida”. Estuvo casado y un día se fue de su casa sin saber que su pareja estaba embarazada. Se fue siguiendo su destino, su deseo de ser mujer, guardado por muchos años. En Alvarado, donde hizo una nueva vida, al lado de un varón, jamás se imaginó que el destino lo alcanzaría. Lo convencí de que la viera, que platicara con ella y se desengañara. El día que caminamos hacia el malecón, para el encuentro, por poco se arrepiente, pero lo convencí de que Aurora lo necesitaba y que seguramente respetaría su decisión de ser mujer, pero tenía que mirarla a los ojos y decírselo.