David Martín del Campo
Está en el Génesis pues, que para eso tenemos las piernas. Andar, caminante no hay camino, los poetas se cansan de cantarle al instinto de mudar residencia. Por eso ganó Trump (¿ganó?), por eso perdió Kámala (¿perdió?), por los millones de migrantes que han echado a caminar buscando el paraíso del verde dólar.
Van los nicaragüenses, hondureños, cubanos, haitianos, venezolanos, paquistaníes y guatemaltecos –acompañados por miles de mexicanos– a las alambradas y el río Bravo pues no hacen sino obedecer el versículo de la Santa Escritura donde se prescribe la orden: “Sed fecundos, multiplicaos y llenad todos los rincones”… con visa o sin ella, con permiso del Instituto Nacional de Migración, o sin él. Pero migrad, migrad, que la Tierra Prometida existe, obtened la “green card”, que luego ya todo será resuelto.
El tema de las elecciones en EU ha sido ése, los migrantes ilegales que llegan del sur, igual que hormigueros, buscando la bonanza con todas sus letras. Lo han disfrutado sus paisanos… hermanos, primos, tíos, hijos, y que ahora, piensan, será su oportunidad. “Acá alcanza para todos”, les confían en las llamadas telefónicas o, como aseguraba un actor en la carpa… “en lo estéits no hay desmadres, el que no trabaja, se chinga”.
Lo ha rugido Trump hasta el cansancio, lo ha sugerido Harris con su contagiosa sonrisa: los inmigrantes ilegales deben ser regulados, contenidos, o rechazados simplemente cuando la norma se excede. Y es que la imagen de los Estados Unidos (o Europa misma) brillan en las pantallas como paraísos de redención, seguridad y prosperidad; lo que no ocurre en sus países de origen.
¿Cuál es la realidad en esas naciones arriba aludidas, a las que habría que añadir El Salvador, Brasil, Egipto e India incluso? Se trata de países donde no hay garantías para el trabajo, la educación, la seguridad familiar. Estados medianamente fallidos en los que las mafias se han adueñado de buena parte del territorio y dominan la vida civil, sometiéndola bajo sus normas de terror y extorsión. La Mara-trucha salvadoreña, los Magozo en Haití, los “Choneros” del Ecuador, o las bandas del CJNG, los chapitos o los mayitos en nuestro territorio.
Con el Génesis bíblico o sin él, la especie humana ha tenido como norma la migración. Los antropólogos cifran que el origen del homo sapiens estuvo situado en el centro de África, medio millón de años atrás, y de ahí partieron las migraciones que arribaron al Asia, Europa, Oceanía y América, “persiguiendo al mamut”, como nos enseñaron en el colegio. Hubo (para los navegantes europeos) el descubrimiento del nuevo mundo que llamaron América, y un siglo después Australia. Aquella primera migración fue de europeos buscando colonizar –y conquistar–, los territorios recién hallados, encabezados por españoles, británicos y portugueses. Luego hubo una segunda oleada, de franceses e italianos, en los siglos XIX y XX, por no mencionar la de alemanes, sirio-libaneses, croatas, daneses, chinos y japoneses.
Para ellos no hubo rechazo abierto, como hoy a los “ilegales” en suelo norteamericano, permitiéndoles y exhortándolos a fundirse con las poblaciones locales, en franco mestizaje. El caso de los chinos en el norte de México fue la excepción, y la matanza de Torreón (1911) es una vergüenza que arrastramos sin pedir perdón ni ofrecer recompensa.
De todo ello deriva la xenofobia que se ha apoderado, abierta o sigilosamente, de medio planeta. Iniciando con los “pogromos” contra los judíos en Rusia, trasladado luego al holocausto nazi, pasando por las guerras tribales en el centro de África, y desde hace medio siglo el conflicto árabe-israelí. La facción Hezbolá (que significa “el partido de Alá”) tiene como propósito final la expulsión de Israel del medio oriente, y su exterminio.
Así las cosas hoy. Paisanos que llaman a su parientes para disfrutar de ese vergel de McDonalds y “freeways”, trabajando como jardineros, peones de campo, albañiles o matarifes del narcotráfico. Todo mil veces mejor que permanecer en el infierno que es el propio terruño. Está en la Biblia y en los discursos desaforados de Donald Trump, cuando la moneda aún está en el aire.