CUENTO
En una casita con techo de paja, cada sábado, desde hace muchos años, a partir de las seis de la tarde, doña Juana empezaba con su venta de panuchos. Casada con un hombre de su misma condición, ella siempre había sido muy feliz.
El mayor orgullo de la señora lo representaban sus dos hijos, quienes en la actualidad ya se habían casado. El mayor de ellos se dedicaba a lo mismo que su padre: al campo. El menor, en cambio, que desde temprana edad se había dado cuenta de lo difícil que resultaba trabajar bajo el sol, decidió que lo mejor era estudiar alguna carrera.
Con mucho sacrificio de sus padres, el joven había logrado estudiar para maestro de primaria. Ya graduado, para su buena suerte, enseguida encontró trabajo en un pueblo vecino. Y precisamente aquí es donde él conocería a la muchacha, con la que un tiempo después se terminaría casando.
Ella se llamaba Anastasia. El joven, después de casarse con ella, le dijo que tendrían que vivir en casa de su padres. “Es sólo mientras termino de construir nuestra propia casa”, le dijo a su ahora esposa. Anastasia, que decía amarlo mucho, terminó aceptando.
Las cosas en este matrimonio marcharon muy bien durante un buen tiempo, hasta que un día la ahora esposa del maestro, empezó a sentir celos de su concuña. Al darse cuenta de que su suegra trataba un poco mejor a la otra, para desquitar su ira, empezó a burlarse. “Tal vez y es porque son igual de feas”, pensaba, cada vez que las veía platicar y reír juntas.
La venta de panuchos tenía mucha demanda. Las personas no paraban de llegar a este lugar durante varias horas. Rosario, que es como se llamaba la esposa del campesino, siempre ayudaba a su suegra en todo lo referente a su negocio. Anastasia, no. Ella se creía muy fina como para tener algo que ver con sartenes llenos de aceite y demás cosas.
La señora, que era una mujer práctica, poco le importaba que ella no lo hiciera. Conociendo de sobra el carácter de su hijo, de ninguna manera iría para decírselo. “Tu esposa es una floja. Nunca ayuda en nada. Se la pasa todo el día viendo tele…”
Anastasia nunca ayudaba, pero eso sí; ¡ella siempre saciaba su estómago con varios panuchos rebosantes de carne. Cada sábado, sin importarle que la gente estuviese esperando su turno, de repente se aparecía, se acercaba hasta la mesa, y entonces se preparaba unos seis de esos.
Ella continuó haciendo todo esto, sin que su suegra se atreviera a decirle nada. Rosario, cuando al fin se cansó de verla ser muy gandaya, un día la buscó para reclamarle. Anastasia, que como siempre se encontraba acostada en su hamaca viendo la tele, escuchó con total tranquilidad los reclamos de su concuña. Desde su hamaca escuchó todo lo que la otra le dijo.
Después, cuando vio que Rosario ya no tenía nada más para decir, se pasó una mano sobre su pelo para arreglárselo. “La, la, la”, canturreó. Mirando a su concuña, se empezó a levantar. “¿Hay algo más que quieras decirme?”, preguntó cuando estuvo de pie. Rosario dijo que no, moviendo su cabeza. “¡Entonces por qué no te largas de una vez!”, respondió. La otra lo hizo.
“¡No entiendo cómo es que mi suegra la prefiere a ella!”, pensó un día Anastasia. Era sábado y ya habían dado las cinco.
En un ratito más las puertas de la casita se abrirían, para comenzar a recibir a los primeros compradores de la tarde.
Anastasia, muy en el fondo de su ser, había comenzado a desear ser la favorita de su suegra. Así que, para hacer méritos, decidió dejar de ser una floja. De ahora en adelante -se propuso- ayudaría a su suegra en todo lo que fuese necesario. Ella estaba decidida a demostrarle a Rosario lo fácil que resultaba destituirla.
“¡Hoy le enseñaré a esa chaparra quien soy!”, exclamó la esposa del maestro. Parada en la cocina donde solían asar los pollos, se amarró el delantal con un moño perfecto. Ya se había bañado, peinado y perfumado. La suegra, que padecía de migrañas, se encontraba ahora durmiendo en una casita de paja situada al fondo de su terreno.
Rosario, que sabía no contaría con la ayuda de nadie, había comenzado a prepararlo todo desde las tres. “Cuando mi suegra se levante y venga aquí –pensó Anastacia-, se llevará una grata sorpresa”. “Ja ja ja”, se rió. “Yo, convertida en panuchera”.
“Todo con tal de que ella me quiera más que a la chaparra…”
Rosario se encontraba rellenando las tortillas con frijol colado, cuando entonces escuchó una voz a sus espaldas: “Hola Rosarito –dijo Anastasia-. Hoy seré tu ayudante. La suegris sigue durmiendo. No hay por qué molestarla…” Sin responderle nada, Rosario continuó con lo suyo.
Momentos después, parada junto a Rosario, Anastasia empezó a sentir deseos de provocarla. Mirándola de reojo, buscaba en su mente algo para decirle. Sus uñas largas y pintadas de rojo, ahora estaban manchadas con frijol. Su rostro, perfectamente maquillado, había comenzado a sudar un poco.
Un rato después, mientras Anastasia se encontraba embolsando el picante, de repente dijo: “A que no sabes qué…” “Anoche, mientras te fuiste a comprar, y mientras mi esposo no llegaba, tu marido vino hasta mi cuarto y…” “Ay, si lo hubieras visto –rió con ganas-. Estaba todo nervioso”. “Pues qué crees que hizo –hizo otra pausa para estudiar el rostro de la otra muchacha-; ME CONFESÓ QUE YO LE GUSTO MÁS QUE TÚ”.
Dejando lo que estaba haciendo, Rosario se acercó hasta ella, y con las manos llenas de frijol, empezó a jalonearla de los pelos. “Ay, ¡ay!”, empezó a gritar Anastasia. “Suéltame, ¡idiota!”, pidió. “Ay, ¡ay! ¡Me duele! ¡Me lastimas!”. Rosario, en vez de hacer lo que le pedían, solamente siguió jalándola con más y más fuerza.
Anastasia, viendo que sus suplicas eran vano, enseguida pensó que tendría de darle donde le pudiese doler más. Ella estaba segura de que esto detendría al fin a su agresora. Así que, con voz muy fuerte, dijo: “¡FEA! ¡CHAPARRA! ¡YA SUÉLTAME!”
Su táctica había dado resultado. Rosario, al instante la había soltado. Ser llamada todo eso, en verdad que le había dolido mucho. Su rostro ahora estaba desencajado. El pelo, que se le había desatado, ahora le cubría un poco los ojos.
“¿Verdad que duele?”, dijo Anastasia. Parada unos dos metros frente a la otra muchacha, trataba de recuperar la respiración.
Rosario la miraba como un toro. Su mirada era de pura ira. Tic, tac. Los segundos ahora parecían horas para la muchacha “fea”. ¿Qué es lo haría ella ahora? ¿Acaso daría por terminada la pelea ahora mismo? De ninguna manera. Ella nunca había sido de las mujeres que se dejaban humillar, así sin más. Por lo tanto, pensó que Anastasia tendría que pagárselas.
Desde su lugar, al ver que Rosario permanecía inmóvil, Anastasia volvió a decirle: “¡Fea!”, ¡chaparra!”. “¡No sabes con quién te metiste!”, pensó Rosario al escucharla. Y alargando uno de sus brazos, tomó el cuchillo que se encontraba detrás de los montones de tortillas.
“¡Te mataré!”, susurró. “¡Lo haré!” “Ja ja”, rió Anastasia-. “¡¿Tú?!” “¡No me digas!” “Ay sí”, se burló. “¡Mira nada más!” Ahora miraba a su concuña con total desprecio. “Ya me imagino lo que los periódicos dirían mañana” -se volvió a reír. Y haciendo un ademán con la mano, para adornar lo que tenía que decir, prosiguió-: HUIRA MATA A SU CONCUÑA, POR ESTAR CELOSA DE SU BELLEZA. Ja ja ja”.
Rosario, esta vez, al escuchar todo lo anterior, para nada se inmutó, sino que todo lo contrario. Riéndose también, miró a su concuña. “¡Bravo!”, la aplaudió por burlarse en su propia cara. “¿Ya terminaste, o hay algo más que quieras añadir?”, preguntó cuando Anastasia al fin paró de reír. Ella, mirándola con desafío, le espetó: “No, huirita. ¡Eso era todo!”
Rosario había acumulado demasiada ira en su interior. Por lo tanto ahora ya era el momento para descargarla toda. “Ahora verás de lo que soy capaz”, dijo ella entonces. “Mal-di-ta”, dijo Anastasia al sentir el cuchillo entrar en su cuerpo. El dolor causado por la punzada comenzó a quitar el aliento. “A ver si después de esto vuelves a llamarme así”, dijo Rosario, mientras clavaba y sacaba el cuchillo del cuerpo de su concuña. Para este entonces el rostro de Anastasia ya había perdido la vida. Sus ojos se veían ya sin luz.
“¡Uayyyy! ¡Dios mío!”, gritó la suegra al ver el charco de sangre, “¡¿Qué pasó aquí?!”… Faltaban solamente seis minutos para las seis. Rosario, pensando en lo mucho que su concuña la había atrasado, asentó otra vez el cuchillo donde antes había estado. Y, sin limpiarse la sangre de sus manos, regresó hasta su sitio. Hábil como siempre, ella enseguida continuó rellenando las tortillas que le hacían falta para la venta de hoy.
FIN.
Anthony Smart
Enero/07/0219