Luis Farías Mackey
Reclaman mi escepticismo rayando en negación sobre la posibilidad de aportar algo a la anunciada reforma electoral de la 4T.
“Un buen documento, pudiera tener algún impacto”, me hacen ver; una contrapropuesta y diagnóstico puntual, me dicen.
Otros, de a tiro me acusan de ser el responsable de la reforma que resulte por restarme del esfuerzo ciudadano necesario.
Pero la mula no era arisca. Casi toda mi vida adulta está poblada de reformas políticas de resultados decrecientes, de diagnósticos -específicos o genéricos- de proyectos de nación, de esperanzas entrópicas, de cuentas de vidrio.
No me creo un escéptico, me asumo realista.
Partamos que desde hace mucho las reformas se convirtieron en modas, distractores, medallas al pecho y currículos, en farsantes y vividores. La reforma que creó los tipos penales en materia electoral se vendió como la llegada a Venus, hecha entre Muñoz Ledo y Carpizo sin ser ninguno penalista. Pues bien, a 30 años de su creación sólo ha servido para meter a la cárcel a unos cuantos polleros que falsifican credenciales para votar, el resto de los tipos electorales son inaplicables porque fueron hechos para el reflector, no para la justicia. Tenemos una Fiscalía de Delitos Electorales, como sea que se llame hoy, que no ha pescado ni un catarro.
Pero me voy al origen del problema. La Revolución empieza cuando matan a Madero y se impone la traición, la asonada y la guerra de todos contra todos. Triunfante el Ejército Constitucionalista y la Constitución, matan al viejito Carranza. ¡Qué ‘no reelección’, qué Constitución, qué sufragio efectivo, ni qué ocho cuartos! Lo que cuentan son las balas y el que no lo entienda: destierro o entierro.
Los revolucionarios triunfantes fueron, como hoy son los obradoristas, ganones, no demócratas.
Lo acaba de decir Pablo Gómez a los cuatro vientos de la 4T: “Vamos a hacer valer nuestra hegemonía, de otra suerte, ¿para qué somos mayoría?”
Partamos que hegemonía y mayoría son dos animales diferentes. Hegemonía significa supremacía, preeminencia, superioridad jerárquica o de facto. En otras palabras: privilegio, exención, ventaja, preferencia. La mayoría es sólo la mayor de las partes, pero una parte entre otras que, en un momento dado, por razón de número es circunstancialmente la más nutrida. La mayoría no da más superioridad que la del número, pero no objetiviza en el sujeto ninguna cualidad adicional ni especial.
Los generales de la postrevolución alegaron la superioridad de las balas y, sí, también el control de los recursos del Estado, ninguna otra, pero ello les bastaba para imponerse y no necesitaron reformas para legitimar democráticamente su hacer.
Conforme paso el tiempo y la Revolución perdió su lustre y las condiciones de México y el mundo cambiaron, empezando porque el poder se civilizó, ya no les fue suficientes la legitimidad histórica ni las bayonetas, de suerte que se vieron orillados a crearse otro tipo de legitimación y empezaron las reformas, primero electorales, luego políticas. Pero todas y cada una de nuestras reformas fueron legitimadoras y legitimantes, de allí que buscasen el mayor consenso posible. Por eso también los grandes foros y reflectores.
Foros que tuvieron, a su vez, un efecto circular: mientras más negro se pintase el pasado, mientras más se reprobase todo haber, en tanto más denigrásemos nuestra historia y ciudadanía, más grandiosa, más épica, más epónima devenía la reforma; más brillaban escenario y actores.Dice Marina: “si la situación no es catastrófica, ¿qué razón hay para cambiar al gobierno?” Y todos ganaban: unos conquistando la democracia como adalides desbrozando el futuro, otros plegándose heroica y humildemente a ella. Las reformas políticas vinieron a suceder al reparto agrario, que jamás se trató de hacer justicia a los hombres y mujeres del campo, sino de una competencia entre presidentes para ver quién repartía más hectáreas en su sexenio.
Pero el obradorato no es el PRI urgido de legitimar su hacer, es el generalato que en voz de Fidel Velázquez dijo: “por las balas llegamos y no nos van a sacar por la democracia”.
Por eso Pablo Gómez habla de hacer valer “su hegemonía”. ¿Qué más requieren escuchar para entender el talante y fario de esta reforma? Aquí hegemonía es sinónimo de cerrazón, sordera, desprecio. ¿Acaso tomaron el parecer de alguien cuando la reforma judicial, más allá de oírlo con disgusto?
No seamos crédulos ni irracionales: ésta no es una reforma para construir un mejor sistema electoral, para legitimar el poder, para concitar participación; es para acabar con todo lo que pueda poner en riesgo su hegemonía y superioridad moral.
No es una reforma para legitimar y normar el poder, es de quienes lo hicieron suyo como conquista a sangre y fuego, por eso hablan tanto y falsamente de la “lucha”, y lo sodomizan sin importarles las apariencias: no quieren ser y parecer; quieren ser, imponer e imponerse.