Luis Farías Mackey
El miedo asalta sin aviso. De hecho, es el aviso. La alarma ante un hecho real o imaginario. El miedo se padece, no es una decisión. Se impone con fuerza inapelable. Pero el problema no es el miedo, sino el miedo al miedo. Cuando nos sorprende su alarma y en lugar de entender su significado, su mensaje, el riesgo del que nos avisa, nos espantamos por y ante él, nos desaforamos: nos salimos fuera de nosotros donde somos presas de no ser nosotros: ser nuestros fantasmas, sombras y delirios, en un terreno de absoluta impotencia donde todo horror es posible.
Y hablo señaladamente de “desafuero”, por ser el concepto cuya sola mención des—afuera a López, lo saca de sus cabales, lo que puedan ser estos.
Y, así, desaforado por el miedo de su incapacidad ante Otis y Acapulco, salió corriendo sin sentido, sin propósito, sin destino.
Se desaforó, se fugó.
La fuga es “alejarse velozmente” de algo o alguien, para evitar un daño, disgusto o molestia. Su urgencia no es llegar a lugar alguno, sino mediar distancia, apartar, rehuir, evitar.
Y el des—afuero es una fuga de sí, donde el miedo es a sí mismo; donde el riesgo es uno mismo: sé es el peligro y de sí se huye.
López el miércoles huía de su miedo, de sí: no iba a ningún lado. Sólo se abandonaba. Nunca fue su destino Acapulco, ni Guerrero; ni los damnificados; menos imponerse de los daños, coordinar trabajos; decidir. Sólo huía con la urgencia de salir de donde no podía hacerlo: de sí mismo.
Nunca fue su intento llegar, ver, escuchar, atender, enfrentar, responder; ser presidente. Todo fue un huir infinito, como el vacío que lo movía.
Jamás fue a Acapulco, fue a esconderse en toneladas de deslaves; a enterrarse en el más profundo lodo, a descaminar malezas y a ahogarse en espejos de agua. Arrastró las horas hasta hacerlas oscuridad y en ella perderse.
Llegó a Acapulco muy a su pesar, casi accidentalmente. Pero cuidó hacerlo en la penumbra, en secreto, a escondidas. Por eso sólo hay de ello una filmación de segundos, a diferencia de las largas imágenes en la camioneta, en el jeep y en la estaquitas. Por eso no recorrió las áreas siniestradas, no vio damnificados, no oyó llantos, no se asomó a la muerte. Tampoco atendió reportes, dictó órdenes, actuó ante las cámaras. ¡Para el miedo no tiene bastón de mando!
Bueno, ¡ni siquiera el guiño a una tlayuda! La fuga no tiene apetito.
Y como llegó, de noche, furtivo, callado; empapado en el lodo de sus miedos, salió; entonces sí en helicóptero, porque ya tenía destino: su mañanera como tabla de salvación.
Su miedo, aún mayor que Otis y la muerte de Acapulco, subió a López a su camioneta para huir de sí. Pero se llevó consigo. Ya era y es él mismo el peor de sus miedos, la más pesada de sus sombras.
Su paso cansino, sus hombros caídos, la mirada sometida, la sombra de mexicanos muertos y muriendo delatan en él derrota y fin. Miedo.
Huía, y cuando simplemente se va sin puerto ni destino, no hay viento ni senda favorables y acabó atascado. No en el lodo… en su miedo y horizonte de futuro que hacen una y la misma cosa.