-La última y nos vamos.
Mauricio Carrera
El trío Los querubines aceptó. Cantaron y tocaron “Mujeres divinas” y salieron de la cantina El canto de las sirenas. Pusieron sus instrumentos en la cajuela y subieron al carro. Ya era tarde, pasadas las diez y media, y si el tráfico lo permitía, llegarían como a la media noche a casa de Odiseo.
Le llevarían serenata a Penélope.
Odiseo les había caído bien y lo hacían pro bono, para usar el latinajo, o de a grapa, para decirlo con un mexicanismo tal vez muy chilango.
Llevaban consigo un buen ambiente bohemio, cantinero, aderezado con el espíritu alegre del alcohol, el romanticismo propio de los boleros y la sal de la vida convertida en poemas. En el trayecto bromearon, contaron anécdotas de Agustín Lara y de Jorge Luis Borges, hablaron de mujeres y canciones, y se mantenían intrigados por detalles de la vida del muchacho.
Le preguntaron:
-¿Qué pasó con el novio de Penélope, el jugador de futbol americano?
Emilio Maldonado, su nombre, coreback estrella de los Troyanos de la Álamos. Corpulento de gimnasio, no de glotonería adiposa, su cuerpo muy parecido a una copa de martini: ancho de hombros y espalda, esbelto de cintura y de piernas delgadas aunque correosas.
Respondió Odiseo:
-Al vernos abrazados, se enojó y quiso separarnos dándome de empujones.
-Es mi novia. ¿Qué te traes, estúpido? -me dijo.
Penélope trató de calmarlo. Emilio Maldonado estaba furioso.
-Tranquilo –le dije.
-Tranquila tu chingada madre.
Odiseo tenía vagos recuerdos de Anticlea. Aún así, como buen mexicano, le hirió la mención de su progenitora. Se liaron a golpes. Emilio Maldonado estaba equpado, los trancazos apenas y los sentía. En un momento de la pelea en que se separaron, el troyano se quitó el casco y lo agredió. Odiseo esquivó como mejor pudo los cascazos. Luego se escucharon unos gruñidos y ladridos. Argos se lanzó contra el Troyano, dispuesto a morderlo. Emilio Maldonado, con buenos reflejos, lo esquivó. No del todo, pues Argos lo pescó del yersey, apresando la tela entre sus colmillos.
El troyano giró para quitárselo de encima. No lo logró. Argos daba vueltas como en volantín, pero mantenía firme la mordida.
-Pinche perro.
-¡Mi pobre Argos! –gritó Penélope, más que asustada, indignada.
Se armó la trifulca. Llegaron los Troyanos a defender a su core y llegaron los Aqueos a defender al Bodegas, su utilero. La cámara húngara en pleno. Empujones y golpes por aquí y por allá. Ulises Rosas era uno de los más pendencieron, al igual que Priamo de la Fuente, quien usaba patadas voladoras como si fuera Bruce Lee.
Llegaron los árbitros, los coaches, los padres de familia y los separaron.
Odiseo y Penélope fueron a los únicos que no pudieron separar. Estaban abrazados en actitud amorosa y de reto, como para defenderse juntos de las inclemencias de la vida. Costó algo de trabajo hacer que Argos dejara de morder el yersey de Emilio Maldonado, y cuando lo hizo, no dejó de ladrarle con iracundia.
El querubín alto y corpulento, que había jugado futbol americano en sus años mozos, usaba el número 45 y era fulback, recordaba ese partido, que fue épico. Se dieron con todo. Un equipo anotaba y luego el otro. Al final, todo se decidió con un gol de campo de último segundo que le dio la victoria a los Aqueos.
-El gol de campo lo metió José Antonio el Caballo de Troya Lugo García. Quedaron 45 a 42 –recordó.
Al igual que Emilio Maldonado, uno a uno, todos los pretendientes de Penélope se dieron por vencidos. Odiseo, el niño perdido, al fin había regresado y nunca más se separaría de su porrista, la tejedora de chambritas.
-Háblame, Musa, de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, después de haber destruido la sagrada ciudad de Troya –citó el querubín que tenía aires del mayab.
-Oye, y de Anticlea, tu madre, y de Laertes, tu padre, ¿supiste algo? ¿Los volviste a ver?
No lo vieron, pero el rostro del muchacho se ensombreció.
-No, ya no. Nunca más he vuelto a saber de ellos… -respondió.
Odiseo aún alentaba la ilusión de encontrarlos. Así como había encontrado a Penélope, así la casualidad lo orillaría a reunirse con sus padres. Desconocía que Anticlea había muerto unos tres años antes, triste y adolorida, el corazón reventado por tantísima pena. En cuanto a Laertes, su periplo era de admirarse. Tras regresar de Alaska lo asaltaron unos vivales que le quitaron los doce mil dólares que traía encima, volvió a trabajar en campos de algodón y viñedos, lo metieron unos años a la cárcel por un crimen que no cometió, robarse un candelabro de una iglesia, y cuando salió, apenas un año atrás, volvió a Seattle para buscar de nuevo trabajo como pescador de cangrejos. Se embarcó en el Creta y esa noche de la serenata, mientras Odiseo y Los querubines atravesaban la ciudad, Laertes pasaba un frío del carambas en medio de las borrascosas corrientes cerca de Amaknak, una de las islas Aleutianas.
El de la melena de roquero eterno se puso serio y dijo:
-La Odisea como destino. Tu padre, como Ulises, que “sufrió en su corazón muchas penas, sobre el mar, luchando por su vida”.
-Oye, y Yomero, ¿en verdad murió?
-Me ganaste la pregunta, querido cofrade.
Contestó Odiseo:
-Está más muerto que un carro sin batería. Para quien lo dude, puede visitar su tumba en el panteón civil de Tulyehualco. En su epitafio se lee: “Aquí yace, y yace bien, un poeta que se hacía el ciego con tal perfección que murió por no ver el camión que le pasó encima”.
El tráfico no estuvo tan malo y llegaron antes de la medianoche a casa de Odiseo, por los rumbos de Chalco, en la calle Ítaca número 24. Los querubines, si bien achispados por los tragos y la buena conversación, mostraron cierto recelo por aquellos confines, tan lejanos a los suyos, como si hubieran pasado las columnas de Hércules para aventurarse en mares ignotos. La calle estaba desierta y poco iluminada, llena de sombras que parecían amenazantes por esconder villanos, tunantes o sobrenaturales peligros, sin olvidar los baches que la erosionaban, tan comunes y descomunales en la última parte del trayecto. Se estacionaron, bajaron del carro, abrieron la cajuela y con todo sigilo sacaron sus instrumentos.
-¿Cuál primero? –quisieron saber.
-“Serenata huasteca”.
-Sale y vale.
Se arrancaron a tocarla. Lo hicieron como inspirados por Santa Cecilia, con afinada enjundia y bravío romanticismo.
Se movió la cortina de la recámara, lo que motivó una sonrisa amorosa en el rostro de Odiseo.
-“Usted” –pidió cuando terminó la canción de San José Alfredo Jiménez.
Penélope se asomó y abrió la ventana justo cuando entonaban, con angelicales voces: “Usted me desespera,/ me mata, me enloquece,/ y hasta la vida diera por vencer el miedo/ de besarla a usted”.
Los querubines, que antes que otra cosa eran unos caballeros, hicieron una venia de respeto y admiración por la esposa de Odiseo.
-Mi vida –dijo ella. Le mandó un beso y desapareció de la ventana para reaparecer al abrir la puerta,. Los invitó a pasar. Entraron como si fuera un templo, como si se les impusiera el silencio de una arquitectura sacra.
Se admiraron también de la belleza de Penélope, su aspecto de virtud y sabiduría, su cuerpo de tentación y reverencia, su porte seguro y alegre, su mirada entre coqueta y discreta. Odiseo les presentó.
-Qué suertudote eres –le dijeron.
El amor, que es la única respuesta ante la crueldad de la vida, se hallaba presente en esos muchachos, como un regalo de la bondad y la suerte, sólo a quien lo merecía por sus emociones y pensamientos elevados.
Se sirvieron tragos y los bebieron con sed de bohemios y poetas. Se entonaron canciones con el romanticismo de quien sabe que la belleza y lo sagrado tienen aspecto femenino. Bromearon a sus anchas, porque hay que desconfiar de los serios. Envidiaron a Odiseo y también lo admiraron. Se enamoraron de Penélope, pero también sabían que las novias o esposas de los amigos eran hombres, es decir cuadernos que no deben ser rayados, bicicletas ajenas que no deben ser pedaleadas.
A las 4 de la mañana, somnolientos ya, entre bostezos, Los querubines empezaron a despedirse, sabedores que estaban a punto de quedar como arañas fumigadas y que el camino de regreso era largo y acaso cargado de cíclopes, lestrigones y coléricos poseidones.
-La última y nos vamos…
Entonaron “Sabor a mí”, de San Álvaro Carrillo, a petición de Odiseo, quien quiso cantarla. Lo hizo como le salió, sin mucha voz, pero con sentimiento. Al despedirlos, Penélope les dio a cada uno dos besos en cada mejilla, que los sulibellaron y les hicieron sentir algo agradable en salva sea la parte.
Al quedar Penélope y Odiseo solos, entraron a su recámara, se besaron, hicieron el amor, se volvieron a besar y volvieron a hacer el amor. Ella hizo algunas acrobacias de lecho inspiradas en sus clases de pole dance, que hicieron feliz al muchacho. Desnudos como estaban, Odiseo la abrazó y le recitó unos versos:
-“No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,/ sin haber sido un poco mas feliz,/ sin haber alimentado tus sueños./ No te dejes vencer por el desaliento”.
Ella se abrazó más a él.
-Te amo. No te me vuelvas a perder –dijo Penélope.
-Te amo. De perderme, sólo será en tu cuerpo –respondió Odiseo.
“Y aquello fue lo último que dijo, porque ya lo vencía el dulce sueño, que relaja los miembros y deja el alma libre de inquietudes”.