Javier Peñalosa Castro
El fuego amigo cunde en todos los ámbitos del ring de lodo en que se ha convertido la arena política nacional, donde se “ventanean” los lujos orientales que prodiga a su familia el imberbe e inexperto dirigente nacional del PAN, que en lo único que se ha mostrado como maestro es en el rubro de la ambición, el despilfarro del dinero fácil y el cinismo, al tiempo que se señala con índice flamígero a López Obrador por no haber incluido un departamento de interés social que legó a sus hijos, y Enrique Ochoa Reza hace como que persigue a la cuadrilla de exgobernadores ladrones de su partido y censura a sus homólogos, pero no habla de que es dueño de más de cien concesiones de taxi y de obras de arte tasadas en millones de dólares.
En medio de este lodazal, el beneficiario de lo que han dejado de Pemex los gobiernos de los últimos seis concesionarios de la Presidencia, y de manera muy señalada los últimos tres (Fox, Calderón y Peña), anunció con bombo y platillo un plan que supuestamente hará de Pemex una empresa rentable y próspera… Dentro de cuatro años, esto es, dos después de que Peña entregue lo que quede del País y sus instituciones.
Por supuesto, José Antonio González Anaya cuenta con la ayuda “desinteresada” de empresarios (y, seguramente, compadres y validos metidos a esta actividad), que participarán a través de las figuras de asociaciones y alianzas, y en sociedad con empresas extranjeras que, como ha quedado de manifiesto con las mineras, se llevan impunemente nuestras riquezas, no ofrecen las condiciones mínimas de seguridad e higiene a los trabajadores y terminan por no pagar siquiera impuestos.
Hasta ahora, la paraestatal ha dado para enriquecer a dirigentes sindicales, funcionarios, contratistas y, por supuesto, al crimen organizado, desorganizado e informal que literalmente succiona gasolina y otros hidrocarburos que conducen los ductos de la paraestatal, a ciencia y paciencia de directivos, autoridades y cuerpos policiacos.
Por supuesto, los geniales planes del advenedizo funcionario no incluyen inversiones en investigación básica y aplicada, prospecciones, mantenimiento de las instalaciones, construcción de nuevas refinerías ni nada por el estilo. Prácticamente todo se reduce a pignorar o vender los valiosos activos de la paraestatal a cambio de promesas de crear empleo o inversiones de poca monta, que permitan seguir explotando las riquezas del subsuelo que, de acuerdo con la Constitución, pertenecen a todos los mexicanos.
De acuerdo con las cuentas de la lechera de González, en 2017 Pemex tendrá un superávit de 84 mil millones de pesos, y logrará el equilibrio financiero, cualquier cosa que eso signifique, por ahí de 2020.
En realidad, lo que hacen los mandarines de este sector es comprar tiempo y allegarse recursos de donde sea. En este caso, ya que Pemex ha sido casi totalmente desmantelada, lo que están haciendo es vender derechos para que un grupo de empresarios se apropie de la verdadera riqueza, que no radica en los “fierros”, sino en los cuantiosos yacimientos que aún no han sido explotados, y que despiertan el voraz apetito de muchas de las compañías extranjeras que se retiraron tras la expropiación petrolera decretada por el presidente Lázaro Cárdenas en 1938, otras que se habían quedado con las ganas de hincarle el diente a este negocio y algunos vivales que, a cambio de cuantiosas sumas les están abriendo las puertas.
En el cortísimo plazo, lo que buscan Peña, González y el resto de la camarilla que tiene concesionado el Poder Ejecutivo, y ha extendido sus tentáculos a posiciones clave dentro de los otros dos, es seguir sangrando a Pemex. Sólo que ahora no se saquean sólo las arcas de la paraestatal, sino que se compromete el menguante patrimonio nacional.
El negocio de las privatizaciones
En aras de que funcionara como un verdadero Estado benefactor, los gobernantes del México posrevolucionario fundaron instituciones como La Conasupo, Pemex, la Compañía Federal de Electricidad, el Banco de Crédito Rural, aseguradoras y una larga lista de empresas y organismos que suplían las deficiencias de la iniciativa privada, regulaban los mercados y evitaban en buena medida los abusos.
Sin embargo, generalmente por evitar quiebras y proteger el empleo, el gobierno se hizo de empresas que no resultaban estratégicas, como los estudios y las salas cinematográficas (incluidas las dulcerías), y al paso de los años había varias de las que resultaba lógico que se deshiciera.
Así se hizo durante la década de los ochenta, inicialmente con Miguel de la Madrid, pero el furor privatizador arrasó con empresas que apuntalaban la soberanía alimentaria, con rubros estratégicos como los ferrocarriles, la televisión estatal y las telecomunicaciones, muchos de los cuales operaban con números negros. El caso más emblemático es el de Teléfonos de México, cuyo monopolio se entregó, en exclusiva, a Carlos Slim, en condiciones por demás ventajosas.
Otro caso de escándalo ha sido el de los bancos, privatizados, vendidos, revendidos y rescatados mil veces a costa de todos los mexicanos.
Al parecer, lo único que queda hoy son las riquezas del subsuelo, y éstas seguirán entregándose mediante ventajosas concesiones a un nuevo puñado de vivales.
¿Hasta cuándo toleraremos que esto siga pasando? ¿Esperaremos hasta que estos vampiros chupen la última gota de petróleo y la última veta de mineral?